Dossier: Políticas del futbol

La flama y la furia

Rodrigo Márquez Tizano

Hace algunos años, auspiciado por una cuarta adolescencia tardía que en realidad era la quinta o sexta, llevé el ocio a tal pole vital que, entre tanto menester del cuerpo y terapia vasodilatadora aún me quedaba tiempo y energía para jugar futbol al menos tres veces por semana. Y sin sacrificar las caguamas postreras, como marca el reglamento. Pero conforme uno empieza a cultivar canas y a perder mechones, el cuento de la pelotita se vuelve cada vez más absurdo. Te lesionas solo, por ejemplo. Y cuando no tienes a quien culpar, la frustración te hace la pared. Es duro pero cierto: llega una edad en la que las mallugaduras por jugar al futbol se convierten, más bien, en marcas de una necedad sostenida. Un no escuchar al cuerpo como filosofía de vestidor. Habría que intentar hidratarse menos la noche previa al match o calentar concienzudamente para desdentar los nervios, pero tomar esos recaudos sería atentar contra la sensación de eternidad que busca, precisamente, quien se niega a verse a sí mismo como un Peter Pan en mizunos y espinilleras. Ponerse al límite es la manera que tiene la juventud de cotejar su fecha de caducidad. Cuidarse de más sería aceptar que la flama está convertida en una cerilla mojada y le falta un poco —mucho— de gasolina para prender.

Cuando era más joven y podía jugar un día sí y otro también, veía a los veteranos de la cancha con fascinación y distancia. Panzas voluminosas pero firmes, poco recorrido, mucho grito. Nunca sacaban la pierna. Pensaba que de mayor me gustaría llegar a ser un hombre capaz de seguir vistiendo de corto a los sesenta. Cada vez lo veo más lejano —o cercano prematuramente—, quién sabe. De Ronaldo (el bueno, el gordo) tengo apenas su rodilla derecha del 2000. Del otro, la aversión a la Coca-Cola. Nunca fui un jugadorazo, pero eso tampoco me ha importado demasiado. Corto y marco. A veces largo el hacha. Y la paso en grande. Con eso basta.

El juego es el refugio donde me atrinchero desde la infancia. Un jardín privado, del mismo corte que la lectura. También es la mejor manera —y, a veces pienso, la única— que aún conservo para frecuentar la parte más disfrutable de amigos con los que a veces nos queda solo la pelota como vínculo. Ahí, en el campo, volvemos a ser los de siempre. Y es que en el trajín de los engaños y las astucias —de eso se trata, en el fondo, el futbol—, lo único que no da para embustes es la esencia misma del juego.

¿Qué mejor manera de conocer al otro que en la cancha, donde un montón de voluntades llanas deben apiñarse para alcanzar un objetivo común, muchas veces completamente intrascendente en el orden lógico de nuestras vidas y, justo por eso, de la mayor importancia? El Narigón Bilardo tiene razón. La pelota no dobla: uno juega como vive.

Cuando vivía en Nueva York tuve un equipo con los compañeros de la universidad. Se llamaba Furia Literaria y en la cancha éramos aun peores que poniendo nombres. Todos latinoamericanos, borgeanos, treintones, mañosos, cancheros, estudiantes de —qué más— literatura, los reclamos comenzaban a aturdir a los árbitros no bien sonaba el silbatazo inicial. Nuestra condición física estaba tan mermada por las IPAs que hacíamos tiempo desde el minuto uno. Nos regíamos, eso sí, por rituales de integración bien definidos. Pretemporada cada noche previa y luego, postpartido, distensión en alguna barra cerca de Washington Square. El arquero —que usaba los tachones limados por andar en moto con los tacos puestos— llegaba con estricta demora de media hora a todos los partidos, casi siempre en su jugo, es decir, bañado en bourbon. Nuestro hipotético goleador, un traductor y poeta porteño, pasaba la charla del medio tiempo practicando extrañas posturas de yoga, y un cronista venezolano que tacleaba como rugbier terminó por romper el récord de tarjetas rojas de la liga. El único de nosotros que pisaba la pelota, un peruano caracolero y de gambeta fina, poco a poco fue cediendo ante la contundencia del fast food gringo. Vaya paradoja: a medida que su antojo por el deep fried chicken iba en aumento, nuestra esperanza de lograr un campeonato entraba en la más famélica de las dietas. Para el archivo, fuimos subcampeones en tres ocasiones. Hay quienes considerarían tal marca como una hazaña. La afición del Cruz Azul, digamos. Pero estábamos en Estados Unidos y la mayoría de nuestros rivales no habían visto una pelota redonda hasta bien entrada la pubertad. Así que para mí era una afrenta a secas. Un salvoconducto al olvido. Ya ven, el Narigón siempre tiene la razón.

Futbol 7

Cáscara nocturna en la favela de Vidigal. Rio de Janeiro, Brasil 2014.

Un día, después de un partido (goleada a unos coreanos: el punta yogui les hizo El Baile del Caballo para celebrar su hat-trick), nuestra amiga Vanessa soltó, a medio camino entre la broma y la denuncia, que su tesis de maestría llevaría como título tentativo «Furia Literaria y otros mecanismos de invisibilización de la mujer». Nos hizo gracia. Pero el dardo no iba tan errado: a pesar de las virtudes de libre convivencia y camaradería que pretendíamos darle, la Furia era un espacio restrictivo y restringido. Los que por cualquier motivo no jugaban a la pelota, estaban fuera. En realidad, Vanessa tenía razón. El Club de Tobi no quedaba solo en la cancha, sino que se desdoblaba hacia otros terrenos.

Era la puerta de entrada al Grupo. Había una especie de Furiomanía en los pasillos del Departamento de Español. Impulsados por el morbo de ver a un grupo de patosos gafudos en pantaloncillos, hasta los profesores se descolgaban a ver los juegos. Incluso en las lecturas organizadas en la universidad, luego de las preguntas y respuestas de rigor, la charla terminaba volcándose sin remedio hacia el resultado del último partido, a la reiteración narrativa de nuestras diminutas proezas o a la previsión del próximo match. Nos quedamos pensando en aquello durante el habitual tercer tiempo, que se convertía, por lo general, en cuarto. A veces quinto. Y como no hay sexto peor, la situación cambió durante la última temporada que jugamos juntos.

En Estados Unidos el coed es una práctica común dentro del universo soccer. Las reglas cambian según las organizaciones, pero por lo regular se trata de tener al menos a dos jugadoras siempre en el terreno de juego. Nuestra liga, al ver el poco quórum de varones que la nueva temporada prometía, decidió adoptar este formato. Hay que admitirlo: en el seno más radical de la Furia, un equipo rústico y de choque, hubo quien se quejó. Y fueron invitados a retirarse. Porque lo que en un principio parecía una dificultad, pronto se reveló como oportunidad. El futbol femenil en Estados Unidos es de altísima calidad. A diferencia de los atletas hombres de nuestra generación, quienes en su mayoría crecieron practicando otros deportes y tienen un juego más físico, menos hábil, las mujeres juegan a la pelota desde niñas. Pusimos un comunicado en el corcho de anuncios de la cafetería. Latinos treintones buscan. Así conocimos a Candence, la mujer orquesta. No tenía edad suficiente para beber con nosotros después de los partidos, pero era ella quien llevaba la batuta del ataque. Con el centro de gravedad a ras del suelo y sus pases pitagóricos, nos hacía mejores incluso a los más malos. Se quedaba paradita en el círculo central y aquello le bastaba para proponer una poética del juego. Cuando la liga —más inestable que el gobierno de las Repúblicas Populares de Donetsk— decidió volver a separar el futbol varonil del femenil en las semifinales, peleamos porque Candence se quedara con nosotros. Y se quedó: bien quieta en el manchón de cal, dibujando sus tetraktys perfectos hasta que, víctimas de una suerte echada hace mucho, tanto que ni siquiera habían llegado las carabelas a nuestro continente, volvimos a perder la final. Otra más.

Me gusta el futbol femenil porque me gusta el futbol. Además de llevar la 10 de La Furia, Candence jugaba con la selección de nyu. Alguna vez fuimos a verlas jugar, como muestra de apoyo compañeril. No «jugaban como hombres», ni ninguna de esas idioteces que solían decir los comentaristas deportivos para alabar a una jugadora que sabe mover la pelota. Jugaban como mujeres, extraordinariamente. Jugaban a dibujar triángulos y combas. Sobre todo, jugaban para divertirse. El futbol femenil es hoy lo más alejado a ese futbol moderno que tanto detesto, el de los figurines, los traspasos millonarios y los ordeñadores de la pasión. La única selección mexicana que ha llegado a una final de Mundial fue la femenil en 1971, de la mano de la gran Alicia «la Pelé» Vargas y la Peque Rubio. Pero a veces —casi siempre— preferimos ignorarlo y centrar nuestra atención en esos millonarios prematuros que parecen, o al menos quieren hacernos creer, flotar en lugar de andar. Ya no digamos correr.

Hace un tiempo, cuando la revista para la que trabajaba me envió a Jordania para cubrir el Mundial Sub-17 femenil, a alguno de esos amigos con los que solía jugar tres veces por semana se le ocurrió decir, en tono de chasca pero ánimo de injuria, que el futbol jugado por mujeres no era propiamente futbol. Esperaba que le riéramos la gracia pero solo lo miramos con tristeza. Como se mira a un cachivache. Había envejecido cien años de golpe. Prefiero tener mil rodillas derechas reducidas a pomada que la cabeza atibiorrada de fango. La pelota no dobla, es cierto. Y algunas mentes tampoco.

Fotografía de Mario Domínguez