En el capítulo quinto de Cuentas pendientes, Vivian Gornick apunta: «Para cuando me llegó el turno de reclamar algo parecido a mi derecho inalienable de estadounidense oprimida, no lo hice como judía sino como una mujer cuya vida empezaba a tener tintes simbólicos». El ensayo en cuestión parece centrarse en la literatura capital escrita por dos judeoestadounidenses (Delmore Schwartz y Saul Bellow) y por un israelí, A.B. Yehoshúa, y aunque la autora de Apegos feroces realiza un agudo ejercicio de crítica literaria en torno a estos tres autores, lo importante, lo más relevante de este estudio comparativo entre ellos y sus asuntos y estilos literarios, son los descubrimientos sobre sí misma.
La ensayista escribe un libro que tiene entre otros afanes el de revelarnos una de sus principales herramientas intelectuales: la relectura en distintos y muy diferentes momentos de su vida de obras y autores que fueron trascendentes para ella. Esta relectura «aplazada», es decir, no una relectura machacona en el año con año, sino postergada por décadas, parece haber trasmutado de una mera herramienta intelectual o curiosidad literaria en un manantial de reflexiones no solo sobre la literatura sino sobre la identidad de la autora y su pasado, algo que podríamos denominar la autobiografía en movimiento de la mente atenta.
En esta exploración intelectual, Gornick, como acostumbra, permite que la lucidez intelectual penetre hasta donde deba hacerlo, incluso si resulta políticamente incorrecto, o precisamente si lo resulta porque, al fin y al cabo, lo que funda el debate intelectual es el descubrimiento de aristas distintas en cuanto a la relación del pensamiento con la cultura, la ideología y sus cánones. Así, continúa reflexionando en torno a la prosa judeoestadounidense de principios del siglo xx: «… un corpus de prosa repleto de una ansiedad que es queja constante, una ironía que apenas disimula la súplica y una clase de sátira que priva de compasión a todos salvo al narrador».
Este ensayo deriva, como cualquier ensayo literario vivo, en la reflexión autobiográfica. Descubre, a través de sus recuerdos, que el motivo por el cual no intentó escribir «desde la judeidad» es porque ella fue educada como mujer, no como un joven judío que debía honrar a su estirpe cuando saliera al mundo americano: «Es verdad que en otros tiempos, la de inmigrante judía de clase trabajadora parecía una identidad inamovible, pero entonces, en los setenta, estaba claro que no era nada en comparación con el estigma de haber nacido en el sexo equivocado».
Los espacios que Gornick revisita son aquellos de la literatura moderna europea y de la literatura anglosajona, pero a través de ellos —de autores que nos resultan cercanos como Thomas Hardy y de figuras intelectuales más distantes como Cady Stanton— sus lectores hispanoamericanos tenemos el atisbo a la intimidad intelectual de la Gornick. Vamos concluyendo, conforme leemos, que una mente incisiva e inconforme como la suya lo es precisamente porque está inconforme incluso con los caminos intelectuales de la reflexión literaria. La emoción, y el movimiento de la emoción a lo largo de los años y las rutas de la experiencia, dota a la inteligencia de una inteligencia ulterior.
Esta resulta la revelación fundamental del libro y de la autora, puesto que: «Cuando escribimos narrativa de ficción ponemos a trabajar a un elenco de personajes y algunos hablan a favor del autor y otros en contra. Al permitirles a todos dar su opinión, el escritor logra una dinámica. En el ensayo, el escritor solo puede tirar de su propio yo sin sustituto posible. De modo que es al otro dentro de uno mismo a quien el autor ha de buscar y encontrar para lograr la dinámica necesaria. Es inevitable, pues, que el texto solo crezca cuando el narrador se involucra no únicamente en la confesión, sino también en la autoinvestigación, en definitiva, en la autoimplicación. Al hacer un uso necesario del papel que ha desempeñado uno mismo en la situación —esto es, el papel de tu yo asustado, tu yo cobarde o autoengañado— estamos dotando al ensayo de tensión narrativa».
El libro está compuesto de nueve ensayos y uno más a modo de epílogo. Ninguno tiene título, salvo el número. Al hacer las notas para esta reseña, y obligada sobre todo por mi memoria de teflón (que me podría llevar a confundir el primer capítulo con el quinto, por ejemplo), anoté en una libreta de qué autores y asuntos trataba cada uno de los ensayos. Sin embargo, al releer la lista me pareció que el libro había conseguido, además de la autoimplicación de la autora en el ensayo, la mía en los suyos. De alguna forma, esa lista les prestó un subtítulo personal: 1) D. H. Lawrence. El sexo también se acaba, 2) Colette, la prisión del amor, 3) Duras: el paraíso exótico arrasado, 4) Elizabeth Bowen y el amor por el Dionisio sin alma, 5) La Shoah particular de V. G., 6) Ginzburg o la lealtad a la emoción, 7) Los libros se reescriben a sí mismos, 8) Gata Uno y Gata Dos (y Doris Lessing), 9) Orfebres de discernimientos.
Como en sus otros libros de ensayo, el foco principal junto al que zumba sin parar la inteligencia de Gornick es la ansiedad por entender la contradicción entre su persona, su biografía y sus ideas, o el deseo por traspasar la angustia que le han generado las relacionas fundamentales en su vida (la madre, este o aquel hombre). Y, sobre todo, descubrir si esos dolores existenciales conducen a algo más allá de la ansiedad; si es posible (desde el esfuerzo intelectual) ver otro paisaje en esos ámbitos que no sea el mismo sitio arrasado por el dolor, el fraude o el desconsuelo.
Si la mayoría de estos ensayos son sobre literatura escrita por mujeres o bien sobre personajes femeninos (el caso de Thomas Hardy y D. H. Lawrence), no es solo con intención feminista sino porque estos libros (y sus personajes femeninos) son los que acompañaron a la autora en los momentos decisivos de identidad en su juventud, y de reconfiguración décadas después. Escribe sobre Colette: «En esa voz vimos una soledad glamurosa, la misma que en nuestras fantasías considerábamos emblemática de la mujer contemporánea, que era capaz de librarse de la desesperación de un matrimonio infeliz, pero que luego descubre que en ese librarse de las convenciones surge también la posibilidad de otro tipo de desesperación, la que en manos de Colette se vuelve absolutamente romántica. […] Lo que acababa imponiéndose era la obsesión erótica a la que, por supuesto, llamábamos amor».
Conforme se leen estos ensayos, sin embargo, los asuntos que la autora explora en ellos van armando un rompecabezas que complementa las preocupaciones (o los fracasos, si se quiere) de la experiencia moderna, con descubrimientos luminosos. La desolación del abandono o del rechazo de la persona amada puede derivar fácilmente, en una escritora, a pensar que lo único puro, constante y valioso es, justamente, el pensamiento desapasionado. Pero por fortuna hay autores que nos revelan que si hay algo peor que sufrir a causa de nuestras emociones es no tener ninguna. Bajo esa cálida luz aparece Natalia Ginzburg, la gran autora italiana: «Al leerla, como he hecho en repetidas ocasiones desde hace muchos años, experimento la euforia que provoca que te recuerden desde el intelecto que eres un ser sensible».
Lo paradójico y excitante de la prosa de Gornick es que su inteligencia de bisturí no vivisecciona ni la experiencia ni la literatura, sino que termina funcionando como un instrumento musical que reconstruye los paisajes de las emociones y las experiencias humanas mientras arroja luz sobre los abismos propios y ajenos. Y, sin embargo, su curiosidad no se da por vencida y se pregunta si «el libro por fin había acabado de decirme lo que tenía que decirme».