La banalidad del flan
Hace unas semanas, a propósito de la tragedia campal provocada por los barras de Gallos Blancos en el Estadio Corregidora de Querétaro, se publicaron cantidad de textos que, más que analizar los hechos o dimensionar la implicación de un Estado ruinoso que alberga y promueve una cultura de la violencia, se limitaron a deshumanizar a los delincuentes. Utilizaron apelativos como: bestias, animales, alimañas. Pero el problema con la idea de mal radical no en su candidez sino en la miopía. Quita el foco de la cuestión para embarrarla en las legañas de una fe pazguata, de púlpito, similar a la que buscaban inculcarnos los curitas de la escuela religiosa a la que asistí de niño y de la cual escapé a tiempo.
La cosa era así: el bien era entonces representado por una figura de yeso, clavos y espinas a la que se le atribuían milagros y acciones misericordiosas. Multiplicación de harinas, vinificación del agua y tal. Los maristas, que nos verdugueaban a gises, zapes y horas de pie bajo el sol tremendo del Distrito Federal, funcionaban, en teoría, como una suerte de facilitadores de aquella bondad. Había uno que incluso se refería a nosotros como «animalitos». No era una operación compleja, sino más bien absurda de tan llana. El mal que nos pintaban estaba hecho de confeti: impalpable salvo por un decálogo de colorines primarios y el miedo como aliado. Yo zafé con alguno que otro castigo. Algunos tuvieron peor suerte. Sabían escoger a sus víctimas.
Un día llegó a mí El maestro y Margarita. Para entonces me habían expulsado de un par de escuelas y, entre los vuelcos del laicismo y las hormonas, aquel libro fue un asidero. En uno de sus pasajes más famosos, hacia el final de la novela, Mateo el Evangelista le suplica a Woland, el demonio, que otorgue un merecido descanso a quien logró lo impensable: conciliar el mito de Joshuá con la culpa de Pilatos. Mateo es arrogante, cree que le descubre el mundo a Woland. Lo tilda de espíritu del mal, administrador de sombras. Woland se limita a llamarlo recadero. Mateo ignora todo lo que no tenga que ver con su obsesión, incluso aquello que su naturaleza de vocero le ha evidenciado: la luz desnuda quema. Los hombres y los objetos —no los demonios— producen sombras y en esas sombras nos protegemos de nosotros mismos. La novela de Bulgákov se compone de muchas novelas fieramente hiladas con el yute del humor. La del diablo que desbarata la institución incompetente, la del Moscú de entreguerras, la de Judea en la víspera de su derrumbe, la de una Margarita fáustica y por tanto humanísima hasta la eterna deuda, la del maestro y su metanovela —un ensayo narrativo sobre la escritura—, que finalmente consigue lo que las grandes obras: complejizar y expandir a su sujeto. Liberarlo. Pero, sobre todo, es un registro sobre la tensión entre una dualidad que, lejos de contradecirse, se complementa.
Las novelas acomodan nuestras fichas sueltas por la sencilla razón de que la verdad comparte andamiaje con la ficción: cuando una verdad es demasiado traumática para digerirla, cuando la reproducción de ciertos «hechos» atenta contra la impenetrabilidad de la experiencia, la ficción actúa como salvoconducto. Así, con medio párrafo del ruso reconduje años de devaneos binarios. Y resolví también que aquellos infelices en sotana que atormentaron tantas infancias no tenían nada que ver con el bien, pero mucho menos con el mal. Al menos con ese mal demoniaco del que pretendían salvarnos. No eran sino agentes mediocres de la depravación. Verruguitas arendtianas. Delincuentes. Su maldad era de carne y vulgar hueso. Los barras del Querétaro tampoco son bestias malignas. Ni siquiera lo son esos gritones de la tv y las redes que se llaman a sí mismos periodistas deportivos y no hacen sino vender publicidad de espumas para afeitar y soluciones antifúngicas a cambio de enardecer el caldero del odio, de decir tonterías calibradas del tipo: un clásico es «una cuestión de vida o muerte», para luego, cuando la olla se rebalsa, mirar hacia otro lado, o peor, acusar con el mismo meñique inquisidor que minutos antes predicó la furia como timbre de pasión. Curitas de voz engolada y corbata doble nudo.
Porque, así como no son aficionados, los barras tampoco son animales. Ni siquiera una excepción: son ciudadanos modélicos de un Estado fallido. Síntoma y síndrome. Son tu vecino, tu primo, tu hermano, el repartidor de Rappi que te pilmamea las crudas o la hueva, el socioconductor que te lleva a casita cuando te duelen los chamorros o llueve a cántaros o estás demasiado pedo para conducirte con gracia. Eres tú cada tanto. No hay una mente maestra detrás de la maldad ni un sentido trascendental que atraviese tu abyección. Solo torpeza, alienación y violencia. Un país aburrido de descamarse.
El diablo no vive en Querétaro pero, en cambio, se le apareció a Iván, el Karamazov ateo, antes de que se le extraviara la canica de manera definitiva. El diablo de Iván, el de su alucinación final, es un ruso oligarca, bien perfumado, de porte elegante. Su doble aspiracional. El diablo que Iván querría llegar a ser. Pero hay algo que no lo deja creer en sí mismo como materia infernal: el diablo ya no se acuerda de su pasado como ángel y se confiesa humano. Nada de lo nuestro le es ajeno. Es un hermano. Los cuatro Karamazov. El mismísimo Fiódor. Iván es incapaz de asimilar al demonio como sangre de su sangre. Prefiere verlo como yunta, el dios ineludible: una culpa honda.