El año antepasado, días antes de que el mundo diera un giro por cuenta de la pandemia, alcancé a ver Vida Americana: Mexican Muralists Remake American Art, en el Whitney Museum, una exposición que, en palabras de la curadora Barbara Haskell, «reescribe la historia». La afirmación podría parecer un escandaloso gesto publicitario si no fuera porque es estrictamente ajustada a lo que sucedía en las salas del museo: una acumulación de materiales que demuestran la profunda influencia de los muralistas mexicanos en las líneas maestras del arte norteamericano del siglo xx. Con elegancia formal y rigor museográfico, la exposición derriba el viejo cuento sobre cómo los artistas de Estados Unidos sencillamente absorbieron las influencias provenientes de las vanguardias europeas para crear un arte original, poderoso, netamente «americano». La evidencia está tan bien articulada, tan bien hechas están las comparaciones entre los procedimientos, las técnicas y los temas —en particular la irrupción de las masas y los sujetos populares durante la Gran Depresión, pero también algunas aventuras formales relacionadas con la introducción del azar en los procesos pictóricos—, todo queda, en fin, demostrado con tanta contundencia, que al terminar el recorrido uno solo puede decirse a sí mismo: es importante que todos sepan que aquello que se valora como el gran arte moderno norteamericano es también, en cierto modo, mexicano. Que sepan que Orozco, Siqueiros, Rivera y compañía transformaron la mirada, la sensibilidad, de los artistas de Estados Unidos. La exposición me impresionó tanto, que incluso me vi obligado a revisar muchas de mis opiniones sobre el muralismo mexicano.
A todos nos gustan estos cuentos en los que se hace justicia y los relatos canónicos se tambalean para mostrar el desvío inesperado que hace posible el surgimiento de las nuevas historias del arte. A todos nos entra un fresquito, como si algo reprimido durante mucho tiempo encontrara vía libre para expresarse.
Bastante tarde, aunque con idéntica emoción y curiosidad, esto es, con la misma disposición iconoclasta y el mismo deseo de ver alteradas las narrativas oficiales, me acerqué hace unos días a un artículo de Siri Hustvedt publicado en 2019 por el diario inglés The Guardian y que lleva por título «Una mujer en el salón de los hombres: ¿cuándo va a reconocer el mundo del arte a la verdadera artista detrás de la fuente de Duchamp?». Por si esa larga descripción no bastara, diré que Hustvedt escribió una novela donde expone la tesis de que el famoso orinal de Duchamp, la pieza que, según la leyenda, partió en dos el arte moderno, en realidad es obra de la baronesa Elsa von Freytag-Loringhoven, una artista que nunca obtuvo el reconocimiento merecido porque era una mujer, nos dice Hustvedt, entrometida en el salón de los hombres.
La historia me interesa particularmente porque llevo años tratando de enseñarles a mis alumnos las implicaciones y el impacto, a la vez sutil y radical, que tuvo el giro propuesto por Duchamp desde un enfoque marxista. En un sistema donde la mercancía es la forma bajo la cual se ocultan las relaciones sociales de explotación que la hacen posible, obligados como estamos a vivir en un régimen sensible tan ideologizado que la ideología se nos ha vuelto invisible, donde las experiencias más elementales caen bajo las normas de una operación mágico-religiosa, fetichista, que produce una inversión de roles entre las cosas y los seres humanos, de modo tal que las cosas son tratadas como entidades vivas y los humanos son tratados como cosas, en ese mundo, digo, tiene mucho sentido cuestionar el papel de los objetos del arte.
¿Qué hacen esos objetos, esas obras de arte? ¿Circulan en un espacio paralelo al de las mercancías o son ellas mismas una especie de archi-mercancía? ¿Por qué son objeto de una reverencia cuasi mística o, por el contrario, se las consume y se las compra como cínicos emblemas de estatus? ¿Las obras de arte no serán una especie de alma secreta de la moneda, del dinero? ¿Qué clase de misterio se esconde a la vista de todos en la aparición desnuda de un objeto ordinario que, por un simple gesto, se transforma en una pieza de museo? ¿Qué relaciones sociales de poder saca a la luz ese gesto? Pero, sobre todo, ¿qué clase de artista, qué clase de productor estético es aquel que no fabrica ni siquiera sus piezas? Cuestionar el objeto artístico implica cuestionar la idea misma de artista, de autor y de autoridad, pero también significa indagar en un misterio más profundo: qué es un objeto en el reino de las mercancías.
Es en esa clave que me interesa pensar el famoso giro conceptual de Duchamp y en mi opinión es ese trasfondo económico, en últimas religioso, la razón por la cual seguimos dándole vueltas a todas estas cuestiones más de cien años después. Eso, por no hablar de los ineludibles malentendidos y reproches que despierta aún Duchamp en los sectores más reaccionarios que lo ven como el tipo que echó a perder el arte.
Ahora bien, sería injusto atribuirle solo a Duchamp la autoría exclusiva de esta revolución de efectos tan duraderos. Porque lo cierto es que la crítica radical del objeto artístico se venía gestando simultáneamente en casi todas las prácticas del arte de aquella época, desde las actividades de Dada, antes, durante y después del Cabaret Voltaire, pasando por el suprematismo, la fetichización de las máquinas emprendida por el futurismo o las aventuras inagotables de los constructivistas rusos. Digamos también que fue en ese contexto de la Primera Guerra Mundial, con una Europa devastada donde los soldados volvían de los campos de batalla con el rostro desfigurado y, como dice Walter Benjamin, privados de la capacidad de narrar, es ahí donde cobra todo su sentido la práctica artística de agacharse al suelo a recoger una cosa cualquiera, un pedazo de chatarra o un detrito expulsado de la circulación comercial. El arte ya no podía ser un simple juego ornamental, una contemplación deportiva, un goce sin compromisos. El mundo civilizado se había lanzado a la barbarie suprema arrastrado por su propia cultura, así que el arte mismo debía ser destruido. Los escombros de Europa —y no la mercancía, no las grandes obras de la humanidad— debían hablar. Siempre que uno cuenta esta historia es difícil transmitir cuán lejos llegaron en el círculo de Dada para demolerlo todo desde las tablas de aquel cabaret de Zurich. Y si Hustvedt logra incorporar a la baronesa von Freytag-Loringhoven a esa historia colectiva acerca de la apropiación y el readymade habremos ganado todos.
Duchamp recogió esas experiencias, las fue asimilando con relativa lentitud y para que toda la mitología asociada a su nombre se consolidara tuvieron que pasar muchos años y muchas obras —entre ellas proyectos ambiciosos como El Gran Vidrio, cuyas notas, inspiradas en la obra superficial del escritor Raymond Roussel, dan cuenta de su obsesión por el adelgazamiento extremo del objeto artístico, por llevarlo hasta el límite de la anorexia retiniana—. Podemos decir que Duchamp y su giro conceptual son un relato ensamblado a posteriori, una obra colectiva, si se quiere, fabricada pacientemente por él mismo pero también por muchos críticos, artistas epigonales o sucesores en toda regla. Y en ese relato, sin duda, tiene un lugar prominente la leyenda del orinal que, como admite Hustvedt en su artículo, Duchamp tardó años en reconocer como una obra suya. Sin embargo, reducir el desarrollo del conceptualismo con todas sus consecuencias o exagerar la importancia del orinal, como si todo se hubiera originado de allí a la manera de un Big Bang es, como mínimo, cuestionable. El orinal se volvió importante una vez que todo el relato, que toda la maravillosa gran estafa del arte conceptual en los museos del capitalismo, estuvo montada. No fue, como suele suponerse, una fuente de la que surgió linealmente todo lo demás, una idea matriz, un instante de Eureka. Se trató, simplemente, de un objeto que ayudó a atornillar la leyenda cuando el brillante y fraudulento negocio del señor Duchamp ya estaba en marcha y a pleno rendimiento.
Ahora bien, como decía al principio, me emociona la posibilidad de que estas historias cambien y nadie más dispuesto que yo a echar a la basura la oficialidad para modificar las cosas que cuento en las clases. Pero entonces, ¿qué historia sería esa que debo contarles ahora a mis alumnos? ¿Que Duchamp no es el «artífice», el «padre» del arte conceptual cuando ya hemos dicho que fue un desarrollo colectivo? ¿Que hubo en realidad una auténtica «madre» del conceptualismo? ¿Fue Elsa von Freytag-Loringhoven la verdadera creadora del giro conceptual por el hecho de que, como quiere demostrarlo Hustvedt con pruebas poco convincentes, fue ella y no Duchamp quien envió el orinal a la exposición, a pesar de que, como hemos dicho, aquel objeto artístico solo adquirió importancia retrospectivamente, una vez que teníamos El Gran Vidrio o Étant Donnés? Por otro lado, ¿puede haber algo más duchampiano, más propio de ese estilo lleno de guiños delictivos, de ese baile en el umbral de la farsa de los objetos, que atribuirse la autoría de una obra que en realidad no era suya? ¿No sería doblemente duchampiana esa obra, toda vez que ni siquiera se trata de una apropiación de un objeto cotidiano, sino de la apropiación —fraudulenta, ilegal, reprochable moralmente— de otra obra de arte? ¿No es todo eso lo que encarna el giro conceptual? Y además, ¿qué logramos con restaurar la autoría de aquella pieza a su supuesta creadora legítima si, precisamente, uno de los efectos más notorios y deseables del giro conceptual fue el cuestionamiento de la noción de autor, la noción de «padre» o «madre» de las obras?
Voy a redoblar la apuesta: el giro conceptual es lo que hace posible hoy pensar que en realidad existen dos orinales, el de la baronesa y el de Duchamp —es, al fin y al cabo, el mismo concepto que subyace a varias obras duplicadas o multiplicadas del francés—. De hecho, ambas piezas tienen una lectura tan distinta que vale la pena reproducir aquí la interpretación que Hustvedt hace de la obra creada por la baronesa, siguiendo de cerca el relato de su biógrafa, Irene Gammel: «R Mutt [el pseudónimo con el que fue firmado el orinal] suena como Armut, que quiere decir pobreza en alemán, y cuando se invierte el nombre suena como Mutter, madre. La devota madre de la baronesa murió de cáncer de útero. Ella estaba segura de que su tiránico padre, incapaz de tratarse una enfermedad venérea, había sido el responsable de su muerte». Y añade Hustvedt: «el carácter uterino del orinal puesto al revés ha sido ampliamente señalado». Así, la pieza de Duchamp, una vez restituida a su propietaria intelectual, a su verdadera autora, se transforma en la alegoría de un evento personal traumático, en otras palabras, se psicologiza. La descripción de Hustvedt hace que el objeto pase de ser un escombro parlante, una cosa desfetichizada y refetichizada en un mismo movimiento, a convertirse en una expresión del genio individual. El útero se vuelve un útero de verdad, materno, biográfico y no una vaga metonimia con connotaciones difíciles de precisar. En cambio, la lectura de la pieza de Duchamp poco o nada tiene que ver con su psicología o con sus traumas, sino con la incertidumbre del objeto mismo en el comercio simbólico particular de las instituciones del arte.
Hablamos de dos piezas totalmente diferentes, creadas por artistas muy distintos el uno del otro. El orinal de Duchamp no es el orinal de la baronesa y ambas obras podrían tener valor para la historia del arte. Tan cierto es que hablamos de dos orinales, que Hustvedt lo sugiere inconscientemente en el título de su artículo, «la verdadera artista detrás de la fuente de Duchamp», sin dejar de atribuirle autoría a ambos. La fuente, pese a todo, sigue siendo de Duchamp. O al menos sigue existiendo como concepto, que es al final lo que importa, aunque haya sido devuelta a manos de su creadora. Pero, como digo, es gracias a esa creación colectiva fabricada a partir de la figura de Duchamp, a sus apropiaciones, hurtos y desplazamientos, que hoy podemos pensar así, imaginar la posibilidad de que los objetos del arte no son únicos, que no ocurren una sola vez, con un solo creador, en un solo lugar, sino en ninguna parte. Solo en nuestros pensamientos.
Es hora de reescribir la historia, dice Hustvedt, y tiene razón. Supongo que habría que cambiar los rótulos de los museos que albergan copias del orinal y atribuirlos a su creadora. Yo preferiría una atribución doble, como ya dije, porque creo que se trata de una misma cosa pero de dos obras distintas.
Sería como mínimo injusto no reconocer que esa duplicación «mental» del objeto es obra de Duchamp.