Hace dos años, el 22 de marzo de 2020, se decretó en la Ciudad de México la cuarentena para prevenir el contagio por covid-19. Probablemente sea el mayor arraigo domiciliario jamás decretado, no solo en la capital mexicana sino en todas las grandes ciudades del país y del mundo. En la Ciudad de México, el discurso de la jefa de gobierno mezclaba la súplica («por favor, quédate en casa») con la promesa de que saldríamos pronto, fortalecidos como portentosa familia mexicana, de este breve encontronazo con las antiguas y todavía arrebatadoras fuerzas de la biología.
Al principio atendimos —los que pudimos, los que quisimos— esta demanda con incredulidad y con miedo. Al fin y al cabo, los mexicanos tenemos un largo historial de desencuentro con nuestros gobiernos. ¿Era un invento de los Iluminati para silenciar las protestas contra el machismo y el racismo, cada vez más airadas a lo largo de todo el mundo? ¿O de verdad habíamos abierto la caja de pandora sin querer? ¿O la habían abierto a propósito «los chinos o los rusos»?
Cuando la cuarentena se decretó yo también tuve la esperanza de que en unas semanas estaría nadando de nuevo. Una semana después, mientras recibía por la tarde el sol sentada en el sofá de mi estudio, tuve la corazonada de que no sería así; de que nos estaban engañando como a niños pequeños a quienes sus padres les dicen que sus gatos están de vacaciones para no explicarles que los mininos fueron botados a orillas del Bosque de Tlalpan porque producen alergias y asma. Y, dadas las circunstancias, no nos quedó más remedio que fingirnos niños pequeños y pensar que «seguro en mayo» ya habría pasado «Todo Esto».
Para mí, «Esto» equivalía a que me bajaran la cortina del changarro a mediodía. Había regresado un año y pico antes a vivir a casa de mis padres tras un divorcio, y mientras decidía «qué hacer». También tenía un año con la beca del Sistema Nacional de Creadores y había utilizado las mensualidades de 2019 para remodelar (medio reconstruir) el estudio desde el que tomaba el sol y presentía una vida conventual. Para rematar con las malas sincronías, un mes antes (el 17 de febrero) había llegado a la sala de urgencias de un hospital desangrada y semimuerta. (Los motivos y las horas de esos cinco días de febrero se contarán en otro material). Así que el 22 de marzo yo salía de mi personalísima cuarentena. Recién el 19 me había aventurado a la alberca para hacer algo lejanamente parecido a nadar, cautelosa y adolorida. Tres días después ya no había alberca ni nada. Ahí estaba, pues, escuchando el sonido de la cortina de metal de mi changarro imaginario golpear contra el suelo. No solo se cancelaban los viajes, las fiestas y algunos proyectos de los que requieren que dos personas o más interactúen en esa cosa vetusta llamada realidad, sino que también se esfumaba —lo entiendo dos años después— la posibilidad de ser abrazada y reconfortada por los amigos que se alegraron de que hubiera vencido a la mismísima Calaca en febrero. Parece una pequeñez ahora, ¿verdad? Casi una frivolidad. Pero esto solo ocurre porque en dos años nos hemos hecho de un material más seco y duro; más que una roca o un hueso, una jicarita de bule. En dos años hemos tenido que convertirnos (a pequeños ratos, a largos ratos) en nuestros resistentes pero severos abuelos.
Una de las fotografías más famosas del siglo xx fue tomada por Alfred Eisenstaedt el 14 de agosto de 1945 en Nueva York y se conoce como el Beso de la Victoria. En el centro de la imagen un marine besa arrebatadamente a una esbelta enfermera mientras la sostiene con su brazote derecho. El abrazo es intenso y no ha sido posado: él tensa el brazo izquierdo en una posición rara (no sabemos si tiene herida la mano o cubre sus rostros) y el cuerpo de ella se dobla como un cable o una ramita. Las sonrisas y el confeti a su alrededor hacen de la fotografía el símbolo de los Tiempos Mejores, la luz que tantea en la cueva los cuerpos de quienes han resistido el incendio y ahora tienen permiso de celebrar.
Sin embargo, el betún de ese gesto esconde un paisaje atroz: Hiroshima y Nagasaki destruidas por las bombas atómicas una semana antes. El «Beso de la Victoria» celebraba el fin de la guerra. Las mujeres estadounidenses ya no tendrían que trabajar como burros en la patria amenazada mientras sus hermanos, hijos y maridos volaban en pedazos por media Europa. Pero si podían celebrar era porque dos ciudades estaban convertidas en arena. Cuando vemos una foto de una ciudad destruida solo reconocemos edificios en escombros, no los cuerpos de las personas pulverizadas por las bombas o el fuego. Pero una ciudad destruida son sus habitantes destruidos, porque nosotros somos las ciudades. Así, el Beso de la Victoria está compuesta de dos imágenes: la que vieron los estadounidenses que se salvaron de la catástrofe y el envés que vemos ahora, cuando las décadas de por medio nos permiten vislumbrar Hiroshima y Nagasaki y, con ellas, el terror atómico. En el presente nunca sabemos cómo se verá nuestro retrato cuando este se haya convertido en pasado. Y es que en el presente (y sobre todo en los presentes amargos) solo nos concentramos en imaginar un «nuevo» y reluciente futuro si no queremos deprimirnos recordando tiempos pasados.
Vuelvo a 2020. Al principio, nuestros gobernantes intentaban tranquilizarnos cada tanto: los gatos volverán, solo se han ido de vacaciones porque eso hacen todos los gatos. Aunque yo no tenía que compartir baño con mis padres, sí la cocina, y aunque muchos meses intentamos no coincidir en ella, seguía existiendo un riesgo moderado de contagio (robustecido porque «en ese entonces» no quedaban claras aún muchas cosas del covid; vaya, nos limpiábamos los zapatos en agua clorada). Así que para mí, la opción era, al principio, la del sacrificio, que acepté de mala gana y con la esperanza de que «en septiembre» Esto ya no existiera. En esos primeros meses no me preocupaba mucho enfermar. La cepa Vintage se portaba con relativa amabilidad con la gente de mi rodada de edad y de cintura. Pero me descubrí una persona más social de lo que creía. No solo se trataba de las incomodidades sexuales a las que encontré remedio, sino que descubrí lo mucho que extrañaba la conversación «real» con mis amigos.
Así, poco a poco me integré al amplio (amplísimo, diría yo) grupo poblacional de los que practicamos las medidas sanitarias con desorden: al principio (tres meses, en mi caso) con fervor, luego las escapadas ocasionales a «fiestas» de cuatro personas o a besarse y revolcarse con alguien con esa alegría intensa que da el vértigo (¡el legendario Máscara contra Cabellera entre Eros y Tánatos!), seguidos de encerrones culpígenos de quince días o tres semanas; luego, el destrampe en otoño, y el pavor (de nuevo el encierro) durante el primer invierno con Esto, y vuelta a empezar (aunque con menos intensidad) el ciclo, iniciado 2021. Antes de que llegaran las vacunas a México, detestaba la conversación cotidiana respecto al virus; ese siseo que al sumar cuerpos parecía marchitar las plantas. Si iba a tener ese elefante en medio de la sala, más valía fingirme ciega. Porque la pandemia nos confrontó con otra leyenda urbana para los de mi generación y las posteriores: la resignación pura y dura, sin muchas válvulas de escape. Una resignación que es personal porque afecta la vida propia, pero que es social porque no vamos solos a ella. Nos resignamos en manada, pero sin que este sometimiento universal consuele mucho a cada individuo. Y es así que, ante lo dificilísimo de la sublimación de Esto, nos vamos haciendo duros. Incluso los que quisieron irse por la libre y «no encerrarse», tarde o temprano encontraron más de un portazo en la jeta, un gesto de asco en su familia, un gélido «nos vemos en 2022» de algún ligue. Y, con el tiempo, la materialización de Esto en los trabajos perdidos y la economía atropellada.
No solo de cultura y creación vive la escritora. Si algo aprendí fue que hay costumbres que resultan igual de importantes para la manida vida interior que la lectura o la música. En mi caso, la ciudad. Quizá los demás ya lo sabían y solo para mí fue un descubrimiento. El primer año decidí que, aunque no me preocupaba mucho enfermar, no me iba a perdonar enfermar a mis viejos (encerrados a piedra y lodo), así que determiné que «solo» iba a arriesgarme ocasionalmente por sexo y conversación con amigos. Así, me negué la ciudad; tomé el metro (emocionada como niña) hasta un año después de la cuarentena. Pero, en 2020, no pasó mucho antes de que me sintiera un animal enjaulado. Me dediqué a caminar por los pedregales (sobre todo la colonia Ajusco y Santa Úrsula) como maniaca, descubriendo dónde había casuarinas, tulipanes y enredaderas. También trotaba en un camellón. Mientras tanto, apareció mi primera novela pero no la vacuna. Pagué el deudón del hospital. Me distancié de algunos amigos y me acerqué a otros. Escribí mis poemarios de beca. Regresé a nadar en 2021, porque me dije que mi vida semimonacal duraría solo un año y ni un día más. Y me di de baja del nado nuevamente porque… volví a dar al hospital, ahora en reguetón lento (no en lambada) y sin que tuviera que ver nada el covid (no me he contagiado aún de ninguna cepa). Volví a escribir narrativa, con alegría y vigor. Levanté mi changarro astrológico (leo cartas zodiacales), más atrabancadamente de lo que hubiese querido a causa de mi segundo encuentro cercano del tercer tipo con el quirófano. Me crecieron las tetas tras las dosis 2 y 3 de Sputnik. (A veces me pongo un suéter o una blusa que me gustaban solo para descubrir que parece que asalté un albergue infantil). Y, lo juro, me cambió la forma de las uñas de las manos tras esa tercera dosis.
No esperaba ya, por supuesto, el regreso de los gatos vacacionistas, ningún Día de la Victoria ni la verbena descalza en la Tierra Media tras la vuelta de Bilbo Bolsón, pero el comienzo de la guerra a orillas de Europa es la peor de las convalecencias para una pandemia. Vaya, no es una convalecencia. En el párrafo anterior mencioné dos o tres veces «aprender». Sonreía con cinismo mientras lo hacía porque recordé lo mucho que protesto en torno al tema de las lecciones de vida. Nuestra época mezcla su obsesión con el desempeño narcisista y las viejas deudas católicas que pretenden remediar algo una vez ahogado el niño. Y la pandemia ha sido un baño de agua fría frente a la obsesión con el aprendizaje vital: murieron personas que hacían fiestas y otras que no. Todos sabemos del inmune en medio de una familia infectadísima. Hubo gente que enfermó como 400 veces. Y otras que juran que tuvieron covid, aunque sus 400 PCRs salieron negativos. Hubo gordos que tuvieron un simple catarro y deportistas que fallecieron por el virus. Es quizá la enfermedad que más se resiste a ser «aprehendida». Insistimos en «sacar algo de esto» para no verlo como tiempo perdido, o dinero perdido (en el caso de los que enfermaron gravemente) o como desgracias contantes y sonantes (en el caso de los quienes perdieron a un familiar, un amigo, el trabajo o el negocio).
Insistimos en que la vida nos enseñe cosas para no caer en la tentación de pensar que vivimos a tontas y a locas, o que somos tan primitivos como nuestros antepasados cavernícolas. Sin embargo, salimos de la pandemia prácticamente a recibir la antesala de una guerra mundial. ¿Realmente hemos aprendido algo? ¿De veras nos quiere enseñar algo «la vida»? (Antes de que me regañen: sé que la pandemia no ha terminado, pero seamos sinceros, con vacunas, medicinas específicas y una cepa menos rabiosa, parece que ya evadimos la peste medieval. También lo dice la oms, con otras palabras).
Los hombres duros y las mujeres duras en que nos convirtió la pandemia somos peculiares. Pudimos soportar en mayor o menor medida los encierros, pero tenemos una tolerancia mínima a los discursos de los otros, sobre todo si en ellos algo apunta a «herir sensibilidades». Instagram no permite tetas (¡inofensivas tetas adultas!), aunque sean las tuyas. Las películas nos recuerdan que vamos a ver gente fumando y diciéndose peladeces para que nos consideremos advertidos de que presenciaremos actos tan criminales. Y no solo es la «generación de turrón» la que reacciona con indignación a cada minuto. O más bien, todos somos ya una generación de mazapán. La escritora A escribe en Facebook que le dan risa las personas que presumen los libros que han leído como si fueran zapatos. El escritor B lo lee y dice que le ha roto el corazón porque seguramente se refiere «a él», que tiene derecho a presumir los libros que ha leído y que «la gente no debería escribir en sus muros sin pensar en los sentimientos de los demás». Somos frágiles en nuestras emociones pero intransigentes frente a las opiniones de los otros. No es solo la pandemia la que nos ha hecho Esto Otro, pero dado que mucho de nuestro contacto social a gran escala lo hicimos en redes sociales los últimos dos años, algo tiene que ver en la creciente disposición a no querer ver otra cosa que no sean gifs de unicornios enviados por los gatos vacacionistas.
Más allá de la elusiva kermés infinita postpandemia, hemos visto disminuido el consuelo y la empatía que recibimos por las tragedias que vivimos o por los muertos que lloramos. En el primer año, bastantes cuerpos fueron arrojados al fuego sin que los velaran sus deudos. Muchas familias que perdieron a alguien por covid escondieron el hecho semanas por temor a ser linchados por sus vecinos y otros familiares. Somos para este momento una sociedad acostumbrada por los cuatro costados a la violencia y la tragedia. Y, sin embargo, lo que más nos irrita no es una masacre sino una frase en redes sociales. No creo que seamos frágiles: hemos llegado a este punto de la trasnmodernidad haciendo memes sobre situaciones violentas. ¿No será más bien que disfrazamos nuestra dureza con la fina piel de la libélula? El panorama más probable es que la guerra en Europa impedirá cualquier celebración mundial por el fin de la pandemia. Una «celebración» incluso simbólica y desangelada que algunos sí esperábamos porque ni la generación de nuestros padres vivió una época de incertidumbre, miedo y restricciones como la que vivimos los dos últimos años. No estábamos preparados para ser espartanos. Tuvimos que convertirnos en ellos, con el riesgo de no abandonar el papel de gendarmes de los discursos y las acciones de los otros. Solo el 22 de marzo de 2020, la jefa de gobierno de la Ciudad de México sumó un «por favor» al «Quédate en casa». Después de ello, todos lo hemos formulado como una orden, pero ¿será que ya nos acostumbramos a darnos órdenes los unos a los otros en un infinito concurso de superioridad moral?
Muchas épocas de expresiones artísticas comodinas y de comportamientos sociales conservadores derivaron de la persecución social por parte de gobiernos autoritarios, pero en nuestra época, donde en términos legales la libertad de expresión es un derecho, de lo que se cuida cada uno (y cada vez más) es de no irritar con sus palabras (una foto o un meme) a un auditorio del que, a su vez, forma parte. Es como una tarde de luchas en la Arena Xochimilco en la que los luchadores pendejean al público y cada tanto alguien sale disparado de las gradas, se sube al ring y le pica el culo a un enmascarado. Solo que aquí cada vez es menos frecuente la catarsis. Incluso los que solo ríen son escarnecidos. El dolor y la frugalidad social que vivimos durante dos años en la caverna anticovid nos acostumbraron a exigirles a los demás algo constantemente: «ponte el cubrebocas», «hazte para allá», «no puedes ver a nadie más si me ves a mí; me puedes contagiar», «vacúnate, chingada madre». Y probablemente lo más difícil que tengamos que enfrentar ahora será reconocer que, aunque una actitud social conservadora nos ha salvado como especie, solo el respeto y la tolerancia a la libertad de acción y discurso ajenas nos salvará como civilización.