«Sobredeterminación» es un término acuñado por Freud. Se refería a la convergencia de factores que hacían de la personalidad, o la neurosis, algo seguro. Para la edad de cinco años, argumentó, ya no había nada que hacer: lo que éramos a los cinco seríamos a los ochenta y cinco. Desde luego, la mayoría de las personas evolucionamos un poco, suavizamos los rasgos más ásperos, logramos ser un poco más maduros. Pero, en lo fundamental, seguimos siendo la misma persona durante toda la vida. «Sobredeterminación» apunta a que el cambio de fondo es casi imposible porque, al proceder de varias fuentes, los varios factores convergen para «congelarnos» hasta conformar una constelación particular, por decirlo de alguna manera. Freud creía que su «cura del habla» podía producir dichos cambios, pero yo soy escéptico de la idea de que aproximaciones intelectuales a problemas emocionales puedan lograr eso. El resultado es que, en buena medida, somos quienes somos. La estructura subyacente permanece intacta.
Sin embargo, Freud también argumentó que la neurosis podía ser algo positivo. La transparencia del yo podría operar en nuestra contra, hacer que un yo «fijo» no pudiera moverse por el mundo. En el mismo sentido, Isaiah Berlin señaló que si Van Gogh hubiera tenido acceso a terapia, de modo que hubiera sido un individuo «bien adaptado», es muy probable que no contaríamos con esos maravillosos cuadros, entre la mejor producción artística de la historia de la humanidad. En resumen, puede que lo «normal» no sea algo tan positivo.
En ocasiones considero mi propio caso y me doy cuenta de que para los ocho años, si no es que antes, miré a mi alrededor y me di cuenta de que no quería ser normal. Estados Unidos es la sociedad más oportunista, competitiva, visceral, y comprendí esto a un nivel visceral. Así que a diferencia de Frank Sinatra, yo sí lo hice a mi manera, y el resultado es una «carrera» de la cual estoy muy orgulloso. Pero existen costos asociados a hacerlo a tu manera, a saber, que la creatividad podría emerger de una base neurótica (algo que exploré en el capítulo final de mi libro Cuerpo y espíritu), y que es de esperarse que uno se quedará solo. Desde luego que tengo buenos amigos, y he tenido varias relaciones amorosas; pero en última instancia, terminas por encontrarte más bien solo, si elijes este camino. Pero lo elijes porque estás convencido de que la alternativa es mucho peor, y de ello me encuentro convencido.
Sin embargo, supongamos que alguien decide modificar la trayectoria de su vida, es decir, el propio destino. Exploré lo anterior en un libro de cuentos que escribí en 2010, Destiny. El primer cuento (en realidad es una novela breve) concluye que cualquier esfuerzo por efectuar un cambio de dicha especie se encuentra destinado al fracaso. El segundo cuento dice que el cambio es posible, pero que, de efectuarlo, nos veríamos confrontados con una buena dosis de ansiedad. Y el tercer cuento traza la pregunta: ¿para qué tomarse la molestia? He pensado largamente acerca de estas opciones.
Los hechos —el enfoque intelectual— no tienen mucho poder ante las mitologías, y nuestras mitologías individuales componen una gran parte de nuestros destinos. Existen ya varios estudios que muestran que cuando alguien alberga creencias irracionales, y se le presenta evidencia contundente que las contradice, esa persona negará la evidencia para poder preservar la constelación neurótica. Un ejemplo típico (social) son las sectas religiosas que predicen el fin del mundo en una cierta época. La fecha aparece, el apocalipsis no llega, y en vez de decidir que su sistema de creencias se compone de puras patrañas, los «verdaderos creyentes» tan solo posponen la fecha. Un aspecto negativo de lo anterior (entre muchos otros) es que este tipo de grupos rara vez originan algún Van Gogh.
En todo caso, al nivel micro, o individual, todos hacemos esto, para protegernos en contra del cambio, o de cualquier tipo de examen espiritual profundo. Desde luego que hay una ganancia involucrada en esto, pero también (en tanto la mayoría de nosotros no somos Van Goghs) también hay una gran pérdida. Terminamos por vivir vidas mecánicas, programadas, sin siquiera darnos cuenta de ello. El diálogo con los demás no es verdadero diálogo; es solo una afirmación mutua de un sistema de valores común. En Estados Unidos, los chicos hablan con los chicos, los progresistas y «wokes» hablan con progresistas y «wokes», y muy poca gente se aventura fuera de su zona de confort.
Freud también señaló que la neurosis apenas se limitaba a los individuos. Sociedades enteras, argumentó, civilizaciones enteras, podían ser neuróticas. Y en esos casos (macro), aplica el mismo estancamiento. Aquí unos ejemplos de mi propia experiencia:
Mi primer libro fue un estudio de la Royal Institution de Gran Bretaña y, en términos más generales, el impacto de la Revolución Industrial sobre el desarrollo de la ciencia en Inglaterra. Se enfocaba particularmente en el más evidente rasgo de la vida británica: la jerarquía y las clases sociales. Pero si bien es un asunto obvio, la mayoría de los ciudadanos británicos no quieren que se les señale. El libro continúa siendo estudiado en programas de posgrado en la historia de la ciencia pero, más allá de eso, no tuvo impacto alguno. No produjo tras su publicación ninguna discusión seria sobre la naturaleza de la sociedad de clases. En vez de ello, unos pocos académicos vinculados con la Royal Institution se unieron para refutar los argumentos del libro (algo difícil de hacer, dada la gran cantidad de notas al pie y datos duros que contiene), y el resultado fue un poco ridículo. Su libro se trató del calor, y no de la luz (por ejemplo, un escritor me describió como «una persona de la contracultura de los años sesenta»). Extrañamente, jamás mencionaron el título de mi libro (supongo que lo consideraron algo embrujado o contagioso de alguna forma). Si hubieran considerado seriamente mi argumento (y el de varios críticos más), quizá podría haber conducido a una discusión pública o mediática de la sociedad de clases en Inglaterra, y lo dañinas que son dichas estructuras sociales. Pero, no: mejor simplemente adoptemos una posición defensiva, vivamos en negación, y protejamos los acuerdos que sostienen los privilegios a toda costa. Las instituciones británicas deben continuar siendo sagradas.
Desde luego que esta neurosis nacional, aterrizada en instituciones educativas como Eton, Harrow y Winchester, era la piedra angular del imperio, y contribuyó a hacer de Inglaterra el amo mundial de facto. Durante al menos un siglo, realmente el sol jamás se ponía en el Imperio Británico. Esto era quizá algo positivo (a menos que se considerara el punto de vista de los indios y otras víctimas del colonialismo), pero la configuración global finalmente operó en contra de Inglaterra, en varios sentidos. Y conforme avanzó el siglo xx, ya no fue capaz de mantener su hegemonía, hasta que finalmente se volvió irrelevante en el escenario mundial. A pesar de ello, la desigualdad de clase no cambió en lo más mínimo. La Inglaterra de Margaret Thatcher, por ejemplo, completamente incapaz de realizar cualquier tipo de introspección, aplastó a su clase trabajadora. Qué sorpresa, probablemente habría dicho Freud.
Un segundo ejemplo: Japón. El más evidente rasgo de la sociedad japonesa es la conciencia y comportamiento grupales, que tiene aspectos tanto positivos como negativos. De ahí el nombre de mi estudio de dicha nación, Belleza neurótica. Pero cuando fue reseñado en el periódico en lengua inglesa publicado en Tokio, el Japan Times, quedó claro que los medios de comunicación japoneses querían escuchar sobre la belleza, y no sobre la neurosis. El reseñista original, que no era japonés, escribió una reseña sumamente elogiosa (o eso me dijo). Que fue desechada por su jefe japonés, quien escribió su propia reseña (no muy entusiasta), para preservar una imagen de sí mismos positiva. De nuevo, se trataba de la oportunidad para que un país revisara sus supuestos básicos. (No es que yo sea su único crítico). Al igual que sucedió con Inglaterra, optaron por no realizarlo. Así que Japón continúa su marcha envuelto en una cierta bruma, sin realmente poder solucionar sus problemas.
Y finalmente, Estados Unidos. Dios mío, ¿qué podría finalmente penetrar la conciencia estadounidense, ya sea la de sus intelectuales públicos o sus considerados «críticos», o la gente común de la calle? Los «críticos» son básicamente unos farsantes: en el fondo, continúan diciendo que Estados Unidos y su sistema de valores son más o menos sólidos, y que lograremos salir de nuestra actual trayectoria en espiral descendente, revertir la trayectoria. Examinar a fondo, como yo lo hice, los más evidentes rasgos de la vida en Estados Unidos: el oportunismo, la expansión económica y tecnológica interminables como fines en sí mismas, y admitir que son tanto destructivas como autodestructivas: lo siento, amigos, eso no sucederá. Así que quelle surprise!, mi obra es casi completamente invisible, no me encuentro en el radar de ninguna discusión intelectual, y la nación puede y seguirá (inevitablemente) sumergiéndose en su tumba, haciendo lo que siempre ha hecho desde los cinco años, por decirlo de alguna manera. El «cambio» en Estados Unidos consiste en nombramientos orientados por la diversidad, derribar estatuas, «editar» a Mark Twain y utilizar lenguaje políticamente correcto: todos ellos cambios cosméticos. Jamás se dirige al meollo del asunto, y no existe evidencia de que jamás sucederá. (La única alternativa real al estilo de vida oportunista es la cosmovisión de los americanos nativos, y son políticamente irrelevantes).
Por supuesto, en otros países la situación es peor. Si escribes una crítica seria de Rusia, o China, siendo ciudadano de esos países, podría costarte la vida. Los periodistas en México son rutinariamente asesinados: al momento de escribir esto, en este año van ocho asesinados. Las pocas voces que en Inglaterra, Japón, o Estados Unidos escriben ese tipo de críticas no son asesinadas; tan solo se ven marginadas o ignoradas, lo cual representa una muerte de otro tipo, supongo. El asesinato de una voz, y de una oportunidad.
Soy consciente de que esto es bastante determinista. Lo que trato de decir es que, en términos generales, la gente no cambia, y que los países o las civilizaciones no cambian. Como dijo famosamente W.H. Auden: «Preferimos arruinarnos que cambiar». Sin embargo, hablando en términos históricos, el cambio sí tiene lugar. Ya no somos cazadores-recolectores, ni vivimos como en la Edad Media. Y ciertamente estamos mejor en varios sentidos, como resultado de dicha evolución cultural. Pero me parece que también estamos peor en otros sentidos y que como planeta, no vamos en una dirección saludable, incluso si dejamos de lado la cuestión del cambio climático. La tecnología y sus valores asociados nos están llevando a la ruina (algo que Auden expresó en numerosas ocasiones), y la resistencia a esta trayectoria es sumamente endeble. Así que, ¿cómo se produce el cambio?
Permítanme expresarlo en una sola palabra: dolor. A nivel individual, una persona cambia cuando el dolor asociado a no cambiar es mayor que el dolor asociado a realizarlo. Es entonces cuando tendrá lugar el cambio, como ocurre en el segundo cuento de mi libro Destiny. Entonces acudirá a una terapia, y dirá: «Estoy sufriendo. Mi vida es un desastre. Necesito llegar al fondo de esto, y procurar convertirme en una persona distinta». Desde luego, no necesariamente se producirá el cambio, pero en caso de que sí ocurra, este sufrimiento intolerable es en última instancia el punto de partida en el camino hacia una vida mejor.
¿Y qué hay de las naciones? No son tan afortunadas, me temo. Hace muchos años Arnold Toynbee escribió una crónica de cómo cada civilización tenía su ascenso y caída, y cómo en la fase de declive realizaba precisamente aquellas cosas que inicialmente la metieron en problemas. El cambio puede producirse, pero solo después de que el sistema colapse, momento en el cual se vuelve imposible para dichas naciones seguir haciendo lo que venían haciendo todo este tiempo. En el caso de Estados Unidos, habrá de desmembrarse, quizá para dar paso a secciones separadas del país (vía una secesión), y quizá ello abra las puertas para rechazos regionales del American Way of Life [Estilo americano de vida] que, hay que decirlo, se ha convertido en un Estilo de Muerte. Es posible que aún falten algunas décadas para dicho escenario pero, hasta donde yo puedo ver, es el único rayo de esperanza en el horizonte. Dum spiro, spero, escribió Cicerón: En tanto respire, tengo esperanza.
© Morris Berman, 2022