Columnas

La montaña de la muerte

Rodrigo Márquez Tizano

Viaje al comienzo de la noche

Esta semana, en España ha llegado a su fin el uso de cubrebocas obligatorio en interiores. Quedan exentos los flecos farmaceúticos, las residencias de mayores y el transporte público, pero en general, dentro de los confines de la península uno ya puede andar con los morros de fuera donde le venga en gana. Es curioso: apenas en enero, con el repunte invernal del bicho, andar sin bozal por las calles te hacía acreedor a multa, y hace justo unos días, con la efervescencia de la semana santa instalada en las terrazas, el primer refilón auténtico del calorcito de entretiempo y la hinchada del Eintracht tomando por asalto la Rambla, Barcelona volvió a ser, al menos a primera vista, la que era antes del encierro y la pesadilla: esa inusual combinación entre destino turístico y desatino del encanto, embalse de agua potable con sabor a cloro, nitratos y vermú, grietas de brillantez bajo las huellas destanteadas de las hordas y los hop-on buses. Una ciudad que, sin detener su trajín de puerto y sol, baja la velocidad y rompe con su propia idea, con su nostalgia, para más tarde tomar los pedazos y armar un rompecabezas que nos muestra maneras de habitar el presente sin dejar de oscilar como fantasmas en esa proyección de futuro que quizá nunca llegue más allá del Besòs.

El pretendido regreso a la normalidad ha sido paulatino, pero me deja un resabio de temporalidad a traspié: la ciudad es y, al mismo tiempo, está dejando de ser, también todo el tiempo. No hay normalidad que vuelva intacta. Si alguna vez la hubo. La ciudad como ente inalterable también es una mentira. Y de las gordas. El tránsito y lo transitorio están hechos de la misma materia voluble que la imperturbabilidad.

Durante estos dos años no permanecí del todo inmóvil. Ni siquiera la pandemia pudo frenar ese deseo irrefrenable que tengo desde chico: huir de mí mismo. Entonces, para perderme de vista, me pierdo en las ciudades, en sus recovecos, me pierdo o creo perderme hasta que de pronto la ciudad vuelve a ser la misma de siempre y yo vuelvo a encontrarme, sin remedio. Como escribió José María Fonollosa en ese museo en verso, Ciudad del hombre: «La ciudad está llena de caminos / y todos son buenos para escapar de ella».  Atravesé, por motivos que no he de detallar aquí, los tiempos del Covid entre tres países y dos continentes. Arranqué en la soledad gélida de Ithaca, tuve un paso por mi natal df, y terminé aquí, en La Salut de Juan Marsé, detenido en el Bar Alaska, subiendo cada quince días la calle Escorial para ver los matches del Europa. Cuando llegué me costó reconocerla en su vacío, pero Barcelona, como todas las ciudades de cierto tamaño y con historia bajo sus piedras, posee una espacialidad fluctuante, con y sin gente caminando sus calles. Es al mismo tiempo cerca y lejos, afuera y adentro, para sí y para el resto. Fue Jean Luc Nancy el que dijo que la ciudad es un lugar donde tiene lugar algo diferente al «lugar». Deja de ser una para multiplicarse en muchas otras y a veces también deja de ser para que las ruinas de la memoria levanten sus propios feudos. 

La estructura de Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, está enrielada sobre las conversaciones entre Marco Polo y Kublai Khan, quien escucha con paciencia y fascinación las historias que el viajero veneciano narra sobre las lejanas tierras que componen el territorio imperial de los tártaros, y los cuales kk conoce solo a través de los ojos y palabras de sus exploradores. Así, noche a noche, Marco Polo hilvana cuentos fantásticos sobre ciudades imposibles que se levantan por los aires, se erigen sobre profundas lagunas o escapan de la percepción humana. Como punto en común entre las metrópolis está la inevitable transformación. Las ciudades cambian, sobre todo las invisibles. Incluso las que duermen inmóviles como Zora —mi favorita—, que obligada a permanecer idéntica molécula a molécula con tal de nunca ser olvidada, terminó por venirse abajo. No es que el emperador crea cándidamente en las elucubraciones de Marco Polo, sino que, más bien, elige creer. Se trata de una decisión. Es ahí cuando nosotros, los lectores, dejamos de ser meros testigos para convertirnos en el sujeto del relato. Firmamos un pacto y, como Kublai Khan, nos entregamos a la brújula emocional con tal de librarnos del ansia expansionista y así perdernos en los detalles y olores de la geografía imaginaria. Khan, a su vez, acepta su sino lector cuando renuncia a la tiranía de las certezas: nunca conocerá en su totalidad la amplitud de sus conquistas pero es capaz de reescribirlas en su mente, a partir del relato de Polo. Que no suene a campaña de fomento a la lectura, pero en el Libro del desasosiego, Pessoa da quizá la definición de viaje interior más hermosa —y dura, terriblemente dura— en la historia de la literatura: «Nunca desembarcamos de nosotros mismos. Nunca llegamos a otro, sino volviéndonos otro a través de la imaginación sensible de nosotros mismos. Los verdaderos paisajes son los que creamos nosotros mismos, porque así, siendo dioses suyos, los vemos como son verdaderamente, como fueron creados». O en sonante: somos nuestras propias jaulas de oro con hermosas vistas a la bahía del ombligo.

Hasta hace unas semanas, antes de que los 30,000 alemanes pintaran de blanco el Camp Nou y eliminaran al Barcelona de la Europa League, pensaba que ese apremio por buscar vuelos baratos y montarse en un avión con cualquier destino se había convertido en una ansiedad distante, de otra vida. Que el síndrome de abstinencia que nos legó la búsqueda obsesiva por lo lejano había menguado hasta convertirse en apenas un cosquilleo, muy parecido al desengaño original: el de la búsqueda de la lejanía de uno mismo, ese sueño de la infancia no cumplido. Luego de casi dos años de itinerarios pospuestos, movilidad restringida y fronteras clausuradas, quizá el viajero haya extrañado menos viajar de lo que hoy echamos en falta el asombro del viaje. Me niego a pensar en la tragedia como un lugar habitable pero quizá este parón contemplativo y obligado, de introspección, haya sido el único lugar posible de cabotaje para seguir viajando, de distintas maneras, con otras miras. En algún punto de la novela de Calvino, el emperador le pregunta al explorador si el motivo de sus viajes es revivir el pasado o descubrir su futuro. Marco Polo le contesta que el viajero reconoce lo poco que es suyo por lo mucho que no ha tenido y, probablemente, nunca tendrá.