Dossier: Política del exilio

Cuando escuché la expresión «delito de hospitalidad»

Jacques Derrida

Recuerdo un mal día del año pasado [1995]: tenía la respiración entrecortada, el corazón en vilo, cuando escuché por primera vez, apenas pudiéndola comprender, la expresión «delito de hospitalidad». No estoy seguro de haberla escuchado, porque me pregunto si alguien alguna vez ha podido pronunciarla y colocarla en su boca, esa expresión venenosa. No, nunca la he escuchado, y apenas puedo repetirla, la leí sin voz, en un texto oficial.

Se trata de una ley que permite perseguir, y encarcelar, a aquellos que albergan y ayudan a los extranjeros en situación juzgada ilegal. Ese «delito de hospitalidad» (todavía me pregunto quién ha podido asociar esas palabras) conlleva la cárcel. ¿En qué se convierte un país, me lo pregunto, en qué se convierte una cultura, una lengua, cuando podemos hablar de «delito de hospitalidad», cuando la hospitalidad puede convertirse, ante los ojos de la ley y de sus representantes, en un crimen?

Las fronteras ya no son lugares de pasaje, son lugares de prohibiciones, umbrales que lamentamos haber abierto, límites hacia los cuales nos apresuramos a expulsar, figuras amenazantes de ostracismo, de expulsión, de destierro, de persecución.

Ahora vivimos en refugios altamente vigilados, y barrios de alta seguridad —sin olvidar la legitimidad del instinto de protección o la necesidad de seguridad (gran problema que no debemos tomar a la ligera, por supuesto)—, pero cada vez somos más quienes nos asfixiamos y tenemos vergüenza de vivir así, de ser los rehenes de fóbicos que mezclan todo, que explotan cínicamente la confusión para fines políticos, que no saben o no quieren distinguir entre la delimitación de un lugar propio y el odio o el miedo al extranjero, y que ya no saben que el lugar propio de un hogar, de una cultura, de una sociedad, supone también la apertura hacia la hospitalidad.

Con la violencia que acompaña esta política represora, esta ausencia de justicia no proviene de hoy, aunque estamos en una transformación original y particularmente crítica de esta historia. Proviene, al menos, de hace medio siglo, de antes de la guerra, antes de la famosa orden de 1945, cuando los motivos de un decreto-ley de mayo de 1938, en una lengua que ahora encontramos en todas las retóricas políticas, pretendía, cito, «no violar las reglas tradicionales de la hospitalidad francesa». El mismo texto, simultáneamente, argumentaba como ahora, y de manera —volveré sobre este punto— tan poco convincente, para tranquilizar o halagar a los fantasmas del electorado y declaraba, cito (es en 1938, al momento de la llegada molesta de ciertos refugiados con un rostro o un acento característicos, y que Vichy no tardará en enviar a los campos y a la muerte que conocemos; como todos aquellos que se les parecen, esos discursos hoy nos recuerdan, en su anacronía, una especie de jornada pre-«vichyista»):

El número de extranjeros que crece sin cesar y que residen en Francia, impone al gobierno dictar ciertas medidas que ordenan imperativamente el cuidado de la seguridad nacional, de la economía general del país y de la protección del orden público.

Y en el mismo texto, donde, una vez más, se reúnen y preparan todas las armas disponibles en la guerra contra los inmigrantes, todas las legislaciones francesas, la misma retórica intenta hacernos creer que solo son susceptibles de una represión legítima aquellos que no tienen derecho al reconocimiento de su dignidad simplemente porque se mostraron indignos de nuestra hospitalidad.

Cito un texto que preparaba, en 1938 al igual que ahora, una aumentación del dispositivo legislativo en una atmósfera de pre-guerra. Esto es lo que dice bajo una forma de negación evidente, con la insolente fanfarronería narcisista y patriótica que conocemos bien: «Es necesario indicar desde un principio que el presente proyecto de decreto-ley no modifica en nada las condiciones regulares de acceso a nuestro territorio; no viola ninguna de las reglas tradicionales de la hospitalidad francesa, ni el espíritu de liberalismo y de humanidad que son los más nobles aspectos de nuestro genio nacional».

Esas negaciones subrayan que todo aquello no es evidente, y nos hacen pensar que existe una verdadera falta de hospitalidad. El mismo texto, cuya resonancia es de una extraña actualidad, acusa a todos aquellos que se apresta a atacar de mostrarse «indignos» —esa es la palabra: «indignos— de nuestro espíritu de hospitalidad», «indignos y de mala fe». Hoy diríamos que, frente a la ley que están endureciendo, los sin papeles no tienen dignidad porque son indignos de nuestra hospitalidad y tienen mala fe. Mienten y usurpan y abusan. Son culpables. Leo este texto de 1938 donde ya se reconoce toda la lógica y la retórica del poder de hoy:

El espíritu de generosidad [el nuestro, por supuesto] hacia aquellos que llamaremos extranjeros de buena fe, encuentra su contrapartida legítima en una voluntad formal de golpear con penas severas a todo extranjero que se haya mostrado indigno de nuestra hospitalidad. Si fuese necesario resumir, en una fórmula breve, las características del presente proyecto, subrayaríamos que crea una atmósfera purificada alrededor del extranjero de buena fe, que mantiene completamente nuestra benevolencia tradicional hacia aquellos que respetan las leyes y la hospitalidad de la República, pero que finalmente marca, para aquellos que se muestran indignos de vivir en nuestro territorio, un justo y necesario rigor.

Desde la época en que se expresaron esos señalamientos (de mala fe, precisamente), que serían cómicos si no fuesen terroríficos, justo antes de la guerra, existió la orden de 1945 que estipulaba, en el capítulo III, «Penalidades», graves penas para los extranjeros en situación irregular (en aquella época aún no se les decía sin papeles) o para todo aquel que ayudara a esos extranjeros indeseados: en el capítulo llamado «Sobre la expulsión», toda una serie de medidas preparaban aquellas que ahora están reforzando o reactivando; desde aquella época, las condiciones de hospitalidad en Francia (inmigración, asilo, acogida de extranjeros en general) no han dejado de empeorar y de hacer palidecer, hasta provocarnos vergüenza, la imagen con la que Francia finge asumir el discurso patriótico de los derechos humanos y del derecho de asilo. El año pasado [1995], observadores neutrales han podido decir que fue un «año negro» para el derecho de asilo en Francia.

No existe país o Estado-nación en el mundo, y sobre todo en países capitalistas ricos, donde no se desarrolle esta política de fronteras cerradas, esta hibernación de los principios de asilo, de hospitalidad para el extranjero, propicia solo para el momento en que «todo está bien», y donde «sirve», y es «útil» (entre la eficacidad, el servicio y la servidumbre).

En el momento en que, desde hace algunos decenios, una crisis sin precedentes del Estado-nación arroja a las calles a millones de personas desplazadas, lo que queda del Estado-nación se repliega muchas veces en una convulsión nacional-proteccionista, identitaria y xenófoba, y en una figura antigua y renovada del racismo. Existe una palabra para «sin papeles» en cada cultura del Estado-nación. En Estados Unidos, por ejemplo, se les dice undocumented, y se organizan cazas contra los inmigrantes ilegales.

Si se trata de un desempleo creciente, de una economía de mercado o de especulación cuya desregulación es una máquina que produce miseria y marginalización, si se trata de un horizonte europeo dirigido por cálculos simplistas, por una falsa ciencia económica y una loca rigidez monetarista, etc., a través de un abandono del poder entre las manos de las bancas centrales, desde todos esos puntos de vista, hay que saber que la política hacia los sin papeles es una diversión electoral, una operación de «chivo expiatorio», una miserable maniobra para obtener votos, una pequeña e innoble apuesta para vencer al Frente Nacional [hoy Reagrupamiento Nacional] en su propio terreno.

Y nunca olvidemos que, si las primeras víctimas de esta estrategia de derrota son nuestros amigos, nuestros huéspedes, los emigrantes y los sin papeles, lo que se ha puesto en marcha por parte del gobierno es un sistema policiaco de inquisición, de fichaje, de división (en los territorios franceses y europeos). Esta máquina amenaza todas las libertades, las libertades de todos, de los sin papeles y de los que los poseen.

Ilustración de Astrid Stoopen
Traducción de Ernesto Kavi