Lecturas

El fin de la sublimación

Anne Dufourmantelle

Ha muerto la sublimación. La pulsión ha encontrado un nuevo impulso todopoderoso en un mundo que no admite ningún límite para satisfacerla. La inmediatez, la rapidez y la fluidez exigen una sociedad sin frustraciones ni retrasos. Ya sea en el ámbito público (noticias, sucesos, pornografía normativa, actitudes «desinhibidas») o en el diván (pacientes deprimidos, desquiciados, agitados por las pulsiones que no encuentran en ellos mismos un cauce fértil, vertidos en sus «estados de ánimo» o reprimidos en el mejor de los casos hasta el retorno más o menos violento de este material reprimido), la sociedad postindustrial y postraumática de la posguerra no acepta bien la «sublimación». Todo lo que atenta contra un deseo inmediato se considera un obstáculo. El sujeto narcisista necesita un campo de operación simple y directo para sus impulsos, de lo contrario se deprime. La frustración ya no es soportable, así que busca sin cesar constantemente nuevos objetos para sus apetitos. La abstracción, el estilo, la precisión se han convertido en el enemigo, porque todo eso «nos frena». No somos dueños de un libro, no es una inversión ni un instrumento; la lectura toma tiempo, y no produce más que una mayor capacidad de soñar y pensar. Ahora preferimos fragmentos de textos entresacados de la Red, que proporcionan información ad hoc lo más rápidamente posible. La ausencia de estilo en las producciones culturales es tan preocupante como lo son las vidas bajo presión, morosas y funcionales, mucho más numerosas que las vidas colmadas, deseadas.

Freud definió por primera vez la sublimación en 1905 para dar cuenta de lo que nos impulsa a crear espiritual y artísticamente, sin que esta actividad tenga ninguna conexión aparente con la sexualidad. Su hipótesis es que el impulso se mueve hacia un objetivo no sexual. En otras palabras, se trata de un proceso inconsciente de conversión de energía: la libido. «La sublimación incluye un juicio de valor. [...] La finalidad de la pulsión es desviada: a diferencia del síntoma, lejos de implicar angustia y culpa, se asocia a la satisfacción estética, intelectual y social». A la función catártica del acto creativo se añade un beneficio narcisista. Esperar, imaginar, tener esperanza, es afrontar el caos de nuestros deseos y tormentos dándoles un orden simbólico. Durante mucho tiempo, el sexo, la muerte y sus diversas combinaciones, pero también el éxtasis, el abandono místico y el espanto fueron puertas que sabíamos abiertas sobre abismos, sin las cuales el ser humano se vería reducido a una cómoda animalidad. Para ocultar lo que en la antigüedad se llamaba hubris, es decir, el «exceso», la vida pulsional incontrolada, incluido el asesinato, existía esta pareja: la represión y la sublimación. Ignorando nuestro consentimiento y nuestra voluntad.

Lo que Freud planteaba era que la sublimación no era el reverso de la represión, sino una acción, casi un instinto de belleza. Freud, al explorar esta capacidad del ser humano, hizo un descubrimiento brillante cuando designó en la sublimación no una propensión hacia el fantasma, ni un bovarismo de la mente, sino uno de los destinos de la pulsión.

La pulsión tiene otro talento: inventa, propone, traza arabescos donde hay murallas. Es la anamorfosis que revela paisajes en la sombra que proyecta el cráneo. Es el delirio del loco que revela una verdad enterrada, inaudible. El delirio, además, es importante para quienes se interesan en la psiquiatría. Porque el delirio es también una forma de sublimación. En este sentido, los delirios pobres o impedidos por la medicación revelan nuestro puritanismo. Porque la pulsión de sublimación también es epocal. Como el arte zen del tiro con arco o el arte del desorden en el jardín inglés, exige del sujeto su consentimiento para prescindir de lo inmediato y así priorizar la belleza del gesto. Citemos algunos ejemplos de sus conquistas: el arte barroco, el ingenio, la ecuación matemática, el baile, la corrida de toros. La sublimación, para Freud, era la clave del proceso de simbolización. Articulaba pulsión y lenguaje, afectos y valor. La sublimación no niega la realidad, reconoce sus obstáculos, pero los supera, y en el proceso inventa un lenguaje. A Freud le gustaba citar las palabras de Pierre-François Lacenaire, quien, al amanecer, al ser llevado a la guillotina, al tropezar con un adoquín en el patio, exclamó: «He aquí una semana que empieza mal». Y Freud concluyó con humor: ¡esta es la superación perfecta de la neurosis! Sublimar no es evitar la muerte sino hacer una última pintura antes de morir. Lo real no se niega, ni siquiera se evita, se supera. ¿Qué tiene de peligroso la sublimación para estar en tan mal estado? ¿El binomio de represión y sublimación, que caracterizó al siglo xx, está siendo sustituido por la negación y el pasar al acto? Un mundo que consigue sublimar es un mundo que toma forma, que no es informe, como la actual confusión general destina al nuestro a serlo.

Traducción de Emanuela Ines Dunand