Figurilla mexicana
Te ofrezco las mazorcas solares de mi mano izquierda. Siembra los granos o muélelos como sesos de gorrión o dientes. Bajo la luna, mis mazorcas son una almohada de brasas donde puedes reclinar tu sueño. Pero no esperes de mí días de guardar, porque yo pertenezco a la intemperie. Mis collares y ajorcas no brillan, son talismanes para convocar las corrientes nocturnas, o apaciguarlas. Como las sonajas y cascabeles del viento en el follaje, como la cascada que rompe sus huesos de espuma contra las rocas, como los chillidos del ave que estrían la noche, así se escuchan, así suenan mis alhajas sin resplandor. Mi linaje es una genealogía de raíces. Estoy desnuda de nombres. Nací hace mil años pero soy más joven que tú. Mi mano derecha conoce la humedad anterior al tiempo. Con ella podría cubrir mi sexo, arrasado y limpio como un pastizal después del incendio. Mi sexo fue abierto por la más fina hoja de obsidiana hallada en las montañas. Introduce tus dedos en mi riachuelo de sangre, moja tu ser con la substancia de mi ser. Los cristales rotos que flotan en mi sangre también son tuyos. Ven a mi patria de sombra, ven a mis aguas boreales; húndete, sin remos piérdete. Vuelve a caer a la tierra de mis entrañas vacías, de donde naciste y adonde todos habrán de volver. Mira tu vértigo multiplicado en mis espejos más profundos. Yo te ofrezco las imágenes más remotas de ti, el don de vislumbrarlas un instante y acaso poder nombrarlas para que recobres tus cuerpos que arden como mazorcas en mi patria sin límites. Como una ostra aislada y expuesta, en mi centro palpita tu núcleo salvaje.
Día de campo
Entonces crucé y allá, del otro lado, entre las espesuras, algo me llamaba. Oí la reverberación de la luz, toqué las cuerdas de las constelaciones, al instante el rictus de la roca se deshizo, los frutos recobraron su sabor de alba perdida, y aquel río ardió en mis manos. Al sol, lo blandí en mi diestra como una espada de mercurio. De inmediato los pájaros abandonaron las ramas y se deshojaron en el aire. La yerba era un crepitar de cigarras, felizmente insoportable. Encontré materia para mi canto y canté y cincelé mi canto en la página roja de un muro. Desasidos, los elementos volvían a ser un acorde y un acuerdo. Del silencio brotaban instrumentos músicos. A mi paso escuché el acordeón de las olas en el tumulto de mi sangre, sentí la palpitación del verano que guardaba la naranja. Allá descifré mi nombre, grabada caligrafía de sombra, polvo en los labios de la piedra. Orillé acantilados, atravesé bosques y caminé sobre los senos de una pradera. Exhausto, dormía con los ojos y los oídos abiertos bajo la bella estrella. Cuando por fin llegué, descubrí que el mar ya no estaba. En su lugar había dejado una gran perla inabarcable. En algún umbral recogí las almendras del tiempo y las puse como una tórtola en el cuenco de tus manos. Mis palabras eran astros maduros en el mantel del mediodía, astros que tú mordías y gustabas. El higo de patria carnosa tenía el sabor de tus labios. Ningún vino nos embriagaba. Teníamos loca inclinación a la carne. Nuestro abrazo fue una enlazada hoguera, puliendo una en la otra el diamante azul de su llama, erguida torre de luz que ardía y giraba y no se consumía.