Vivir es confuso y en muchos momentos francamente aterrador. Habitamos, además, una época de desamparo existencial que ha depositado en el individuo la culpa de sus propias desgracias. No solo somos miserables, sino que no tenemos ni siquiera narrativas, relatos, cuerpos colectivos que nos cobijen: estamos solos.
Los efectos depredadores y sádicos del heteropatriarcado, la meritocracia, etcétera, han sido atajados en buena medida por artistas de diversas disciplinas que han hecho de la indignación un caldo de cultivo para construir desde tópicos y denuncias una poética muy necesaria pero también sumamente contingente. Grandes obras (libros, películas, perfomances, esculturas) han salido de esta interpelación a las asíntotas hegemónicas del género, la raza, la clase, la exclusión, la explotación, los mil rostros de la violencia sistémica contemporánea. No podía ser de otra manera y muchas de estas obras han aglutinado y articulado no solo la rabia y el descontento, sino que han provisto con gramática e imaginación vías alternativas a una realidad asfixiante y atroz, una alternativa a la colonización de la imaginación, al sometimiento total de «la condición humana».
Existen, sin embargo, otros dispositivos artísticos que ofrecen posturas indóciles frente a la realidad a partir de una estrategia distinta: la liberación de la tiranía del suceso. Dice Eugenio Montale en el libro Confesiones de escritores (entrevistas consigo mismos): «El argumento de mi poesía (y creo que de toda poesía posible) es la condición humana considerada en sí misma; no este o aquel acontecimiento histórico. Esto no significa extrañarse de cuanto ocurre en el mundo; significa solo conciencia y voluntad de no confundir lo esencial con lo transitorio». Hace unos años, Fabio Morábito emprendió la tarea monumental de traducir en su totalidad la obra poética de Montale y uno no puede sino inferir la importancia que el poeta genovés habrá tenido en su aproximación al oficio.
Leer a Morábito se puede hacer de afuera hacia adentro, es decir, desde la forma hacia las intenciones y los subtextos. Pero quienes lo hemos seguido desde hace años no podemos evitar la tentación de recorrer el camino inverso. No solo en su bellísimo libro El idioma materno Morábito ha dado claves de ese quehacer subrepticio y clandestino desde donde se asoma a la escritura. En sus propios textos, en entrevistas y conversaciones, Morábito ha compartido su consabida predilección por escribir mientras el mundo duerme, la búsqueda de la inestabilidad necesaria para levantar un texto, para sacar momentos en apariencia baladíes y desde ahí emprender «la restitución de los relieves», el realce de lo soslayado hacia la cima poética y sonora donde emerge la sustancia vital. En su caso esta suele aparecer en los márgenes, lejos de la ominosa adicción a los momentos estelares que nuestro mundo reclama y devora a cada instante. Morábito escribe, y como el grafómano de Elizondo, nos permite verlo escribir escribiendo que escribe.
La sombra del mamut es una especie de abanico del repertorio de Morábito con la energía nueva y fresca de un artista en pleno fulgor. El retraimiento natural de Morábito hacia el spotlight lo ha hecho un maestro de las sombras, un poeta de la incertidumbre y un gran escultor de la neurosis: territorio fértil para la creación desde donde Morábito sale con gracia, humor y entrañas a narrar eso que llamamos «condición humana». Sus relatos convierten el ritual de la domesticidad en una especie de danza que nos invita a compadecernos de los personajes y con suerte, por ende, de nosotros mismos.
A menudo los personajes de Morábito suelen ser «personas de a pie»: un jardinero de hierba de aeropuerto, un músico de una sola nota, el maestro de danzón de un programa para la tercera edad, un animador de crucero, un monje copista, un pastor que cuida al carnero predilecto de su amo. Y las situaciones que dan pie a los relatos son, en apariencia, inocuas: una pelea doméstica sobre un clavo, paranoias celotípicas, un cónclave familiar a propósito del primer alunizaje humano, una disputa tribal por el derecho a usar los ascensores en un condominio exclusivo (que no puede sino recordar «The Swimmer» de John Cheever). De estos personajes, en apariencia poco extraordinarios atravesando situaciones poco memorables, surgen dinámicas disparatadas en donde el menor gesto es capaz de desviarnos del seguro recinto de nuestra amansada cotidianeidad hacia los imprevisibles páramos de las pasiones, las fantasías donde todo se vuelve volátil y en donde aquello que conocemos como «nuestra vida» puede trastocarse o implosionar de manera irremediable.
Morábito, al igual que ha hecho en libros que son ya clásicos contemporáneos de la literatura mexicana como La lenta furia o Grieta de fatiga, muestra un recorrido que atraviesa siglos y latitudes a su entero antojo: lo mismo es capaz de cifrar una fábula sobre un emperador chino que lleva a cabo una obra acaso más impresionante que la muralla china —un camino volado que atraviesa cerros para que el jerarca pueda pasear sin mezclarse con el vulgo—, ir a los últimos días de la rda de la mano de un albañil que cava túneles clandestinos o meterse en la cosmogonía doméstica más aparentemente anodina para trenzar una situación sobre un ejecutivo que debe aprender inglés y su vecina de enfrente con quien se comunica a través de un cubo para los desechos, que no alcanza a disimular el mal olor del protagonista.
Puede también acuñar un nombre, un nombre cualquiera como Pencroff, y ataviarlo de pieles y subjetividades completamente distintas (que recuerda a la genial Loorie Moore): Pencroff el músico que cruza el mundo para tocar una sola nota y acostarse con la hermana de su mujer; Pencroff el especialista en la actuación de utilería; Pencroff el viajero enigmático que coincide de forma inquietantemente improbable en los aeropuertos con el protagonista de un relato o Pencroff el albañil de la Alemania Oriental que enloquece de celos cuando su mujer conoce a su galán compañero de cuadrilla soviético en los albores de la caída del muro de Berlín.
Puede también hacer un relato que es una especie de taller literario encapsulado donde —mientras narra— desarticula la trama (como si fuera el Cosmic Thing de Damián Ortega), muestra posibles derroteros, el dispositivo de la narración, el papel del territorio y la geografía.
Mención aparte merece el relato que le presta su nombre a este volumen: «La sombra del mamut». Un antiguo traductor tribal descubre el placer de la representación pictográfica al tiempo que establece una clandestina (palabra clave en el universo Morábito) relación con una mujer que se guarece en una cueva cuyas paredes el artista usa como lienzo. De manera simultánea, el relato nos muestra a un traductor de libros técnicos que empeñó su vida con tal de poseer un departamento en un séptimo piso y que descubre una extraña filiación tribal con unos corredores de tartán y en específico con un chico ciego con quien, atado de la muñeca, consigue que la sombra que proyectan sobre la pista asemeje la sombra de un mamut. Lo dicho: con Morábito no hay tiempo o contexto que se resista a la exploración de la condición humana y su fascinante y honda necesidad de corporeizar sus ansiedades, de dar forma específica a sus miedos e incapacidades; la muy humana vocación por persistir pese a la flagrante evidencia de su falibilidad, pese a la insulsa vocación mercantil del protohombre contemporáneo, pese a los reclamos tópicos de una época obscenamente intrusiva y estridente, en construir relatos que nos sacan del ensimismamiento, donde podemos mirarnos, congregarnos para compartir la soledad en clandestina compañía.