Johnny Tapia: nacido para morir
Para el Fantasma
El tiempo —nuestro tiempo en estos pagos, quiero decir— no dura lo que una pelea de campeonato. Se vive a diez asaltos, cuando no llega antes el nocaut. Y al contrario de los minutos sobre el encordado, que pueden durar horas, acá la campana parece sonar apenas uno se termina de colocar el bucal. Este mes se cumple una década de la muerte de Johnny Tapia, uno de esos contados boxeadores cuyas historias superaron cualquier obra de ficción imaginable. Luego de una vida colmada de picos e infiernos, su corazón cansado dijo basta. Tenía cuarenta y cinco años.
Oriundo de Nuevo México, Campeón del Mundo en tres distintas categorías, dueño de una pegada mortífera y los reflejos de un pequeño felino, su mayor baza fue siempre la voluntad: ese fuego inextinguible que lo hacía ir al frente sin titubear, a cualquier costo, alimentado por el combustible que le suministraban la ira y sus fantasmas. Nunca dio un paso atrás. Ni siquiera ante su propia oscuridad. Llevo semanas pensando en Tapia. En lo que representó para el boxeo y la comunidad mexicoamericana. En lo que tuvo que hipotecar para vivir apenas unos instantes de gloria que lo hicieran sobrellevar su propia existencia. En el boxeador que pudo haber sido si no hubiese atravesado esos interines obligados lejos del cuadrilátero. En el chico que, escondido bajo la cama, escuchó cómo un grupo de pandilleros violaban a su madre durante horas, hasta que se aburrieron y decidieron matarla con un picahielo. En el peleador que imaginaba el rostro de los asesinos de su madre en cada rival. En la crueldad del deporte y su industria, que se alimenta de la gente en los márgenes, de los desposeídos, de la carne de todos esos púgiles que quedan en el camino. Así como Onetti perdió los dientes para que Varguitas pudiera sonreír, no existiría un Canelo sin este camino pavimentado a sangre.
Como una suerte de homenaje personal a «Mi Vida Loca» —sobrenombre y destino: Tapia llevaba tatuada en el pecho la letanía chicana, acompañada de un Cristo entre nubes y querubines— reví las grabaciones de sus peleas, al menos todas las que pude encontrar en línea: el recital que ofreció frente a su amigo de la infancia y rival Danny Romero, la pelea del año 1999 contra Paulie Ayala, la «Masacre de Albuquerque» que retiró del boxeo al salvadoreño Henry Martínez. Tapia encarna el boxeo mexicoamericano como nadie: toda su historia pasa por el juego de espejos, una pelea constante entre claros y obscuros que no supo ceñirse al ring.
La historia del boxeo se cuenta en pares. En grandes pleitos. Para bailar tango se necesitan dos. Pero, además, la lógica del deporte se cimenta en estos antagonismos. No solo de estilos que se complementan o se repelen, sino también de maneras de entender el mundo. Dos planetas colisionan. Para todo Morales existe un Barrera. No hay De la Hoya sin Vargas ni Márquez sin López. Y viceversa. Pero Tapia fue una excepción. Se bastaba solo. No forma parte de ninguna mitología ni tiene pareja de baile reconocible. Salvo, quizá, ese otro Tapia. El que proviene de y va hacia el abismo. Ese que aparece grabado a fuego en las imágenes de Tapia, el documental que intenta acopiar los pedazos de una vida quebrada en mil.
A lo largo de 85 minutos, Tapia cuenta su relato en una serie de entrevistas que el director, Eddie Alcázar, realizó a Johnny durante casi un año, y terminó apenas unas semanas antes de su muerte. La empatía de Alcázar y su habilidad para conducir a un Tapia con evidentes dotes histriónicas dan como resultado un testimonio de la vida y la muerte en el sur de los Estados Unidos: la historia de un hombre que murió muchas veces y supo volver a la vida casi todas. Quizá por conocer el desenlace fatal, cada vez que veo el documental encuentro nuevas pistas que permiten pensar que Johnny se estaba despidiendo a cámara. Un adiós a esa vida loca, ligada al barrio y sus peligros. Dos vidas: la que compartía con nosotros en este plano, anestesiado por las drogas y la adrenalina, y esa otra, espectral, un despeñadero sin fin, que nadie pudo conocer. Ni siquiera él mismo. Dos vidas que eran dos muertes y cuyo refugio era, vaya paradoja, un ring de boxeo.