Dossier: La vieja ola: Miradas al cine clásico

Cortinas y agujeros: David Lynch

Mark Fisher

Dos de las últimas películas de David Lynch —Mulholland Drive e Inland Empire— presentan una especie de rareza aguda, compacta. Aunque en ocasiones puedan ser desconcertantes, las primeras obras de Lynch, incluida la película Terciopelo azul (1986) y la serie de televisión Twin Peaks (1990-91), presentan, a primera vista, una aparente coherencia superficial. Tanto la película como la serie se construyen —al menos en un principio— en torno a la oposición entre un Estados Unidos de pueblecitos idealizados (no muy diferente al de Tiempo desarticulado de Dick) y diversos mundos subterráneos o ajenos (criminales, ocultos). La división entre mundos suele estar marcada por uno de los motivos visuales a los que Lynch recurre con frecuencia: las cortinas. Las cortinas ocultan a la vez que revelan (y, de manera casual, una de las cosas que ocultan y revelan, en forma de telón, es la propia pantalla del cine). No solo marcan un umbral, sino que lo constituyen: son una salida al exterior.

En Mulholland Drive, estrenada en 2001, la estabilidad de esta oposición que habían articulado Terciopelo azul y Twin Peaks empieza a desmoronarse. Sin duda, esto tiene que ver con que Lynch se aleja de la ambientación del pueblecito y se centra en Los Ángeles. La habitual fijación de Lynch con los sueños y lo onírico se ve refractada y duplicada por los sueños mediados y manufacturados de Hollywood, la Fábrica de los Sueños. La ambientación hollywoodiense fomenta la aparición de mundos incrustados; películas dentro de películas (e incluso películas dentro de películas dentro de películas), castings, papeles, fantasías. Cada incrustación contiene la posibilidad de ser desincrustada, como algo que, estando en un nivel ontológico supuestamente inferior, amenaza con trepar y dejar atrás su posición subordinada, y reclamar la misma condición que el nivel superior: fantasías que se cruzan con la vida real, castings que parecen tan convincentes como las conversaciones en las escenas que supuestamente tienen lugar en el mundo real que las rodea. Sin embargo, en Mulholland Drive —cuyo título en pantalla se presentó como Mulholland Dr., apuntando a la onírica idea de Mulholland Dream—, esa abrumadora tendencia parece discurrir en la dirección opuesta: aquí no es que consideremos que los sueños son reales, sino que cualquier realidad aparente reside en un sueño. Pero, en cualquier caso, ¿de quién es ese sueño?

La interpretación «canónica» de Mulholland Drive reza que la primera mitad es la fantasía/sueño de la fracasada actriz de segunda Diane Selwyn (Naomi Watts), cuya vida real es lo que supuestamente se representa en toda su miseria cotidiana en la segunda mitad de la película. En esta primera mitad, Betty ayuda a una chica morena con amnesia (Laura Haring) —víctima de un fallido intento de asesinato— a recuperar su identidad. La morena asume el nombre de «Rita» por Rita Hayworth, un nombre que ve en el cartel de una película, y ella y Betty se convierten en amantes. En la segunda parte de la película, «Rita» es Camila, una actriz con éxito, amargamente envidiada por la fracasada y harta Diane, que vive en un cuchitril en Hollywood. Diane contrata a un sicario para que mate a Camila antes de, aparentemente, suicidarse. Según la interpretación habitual, la aspirante a actriz, Betty, que llega a Hollywood no solo desde un pueblecito, sino también del pasado (¡acaba de ganar un concurso de jitterbug, un baile de los años treinta!) es la imagen idealizada que Selwyn tiene de sí misma. La oposición entre el lugar idealizado y el submundo (o submundos) que estructuraban Terciopelo azul y Twin Peaks, en esta película se ha convertido en una oposición entre dos personajes: la ingenua Betty, que viene de un pueblecillo, frente a Diane, una mujer dura de roer y residente en Los Ángeles.

En una reseña que puede leerse en internet, «Double Dreams in Hollywood», Timothy Takemoto señaló el problema que presenta la interpretación habitual de la película: que la segunda parte es, a su modo, tan onírica y está tan saturada de tropos melodramáticos como la primera. «¿Qué hace una mujer en un apartamento de mala muerte en Hollywood liándose con una estrella de cine que está a punto de casarse con un famoso director? ¿De dónde saca el dinero para pagar a un sicario?». Según Takemoto, tanto la primera como la segunda parte son sueños. Diane no es quien sueña, «quien realmente sueña está en otra parte» y Betty/Diane y Rita/Camilla son fragmentos de la psique desintegrada de este (invisible) soñador.

Sea o no correcta esta interpretación, creo que Takemoto acierta al afirmar que hay dos escenas en Mulholland Drive que merecen especial atención: la escena sobre los sueños en la cafetería y la del Club Silencio (quizá la secuencia más poderosa de toda la película). En la escena de la cafetería, un hombre llamado Dan está hablando con alguien que parece ser un psiquiatra sobre un sueño que ha tenido en dos ocasiones. El sueño discurre en la misma cafetería en la que están sentados (Winkie’s, en Sunset Boulevard). En el sueño, a Dan lo aterroriza una figura con el rostro tiznado y lleno de cicatrices que lo acecha desde la parte trasera del restaurante. En un intento de derrotar el poder del sueño, ambos hombres salen del local y van a la parte trasera —donde aguarda la figura llena de cicatrices— y Dan cae desplomado, quizá desmayado, quizá muerto.

La escena paradójicamente fascinante del Club Silencio hace las veces de puerta entre las dos partes de la película. Con su telón rojo, el Club Silencio es, sin duda, un espacioumbral. Betty y Rita entran al club, pero no acaban de salir de él; sino que son reemplazadas/desplazadas por Diane y Camilla. Describo esta escena como paradójicamente fascinante porque opera una desmistificación de un modo bastante evidente. Como una especie de equivalente cinematográfico al Esto no es una pipa de Magritte, la actuación en el Club Silencio nos dice que lo que estamos presenciando es una ilusión, al mismo tiempo que nos muestra que seremos incapaces de tratarla como tal. El presentador del Club Silencio, una especie de maestro de ceremonias con aspecto de mago, le dice una y otra vez al público (tanto a los que están en el Club Silencio como a quienes están viendo Mulholland Drive): «¡No hay banda! ¡Esto es una grabación! Todo está grabado. Esto es una ilusión». Un hombre emerge del telón rojo y parece tocar una trompeta muda; se quita la trompeta de la boca, pero la música sigue sonando. Cuando la cantante Rebekah del Río parece cantar una desgarradora versión de «Crying» de Roy Orbison, el poder de su actuación nos encandila. Así, cuando Del Río se desploma y la música sigue sonando, el asombro es inevitable. Algo nos arrastra a considerar auténtica la actuación.

Huelga decir que no hay nada que mienta menos, nada que disimule menos en la historia del cine de la ilusión, que la escena del Club Silencio. Lo que vemos y oímos —la película en sí— no es más que una grabación. En el nivel más banal, esta es la infraestructura material que debe esconder la «magia del cine». Sin embargo, la escena nos obsesiona por razones diferentes. Señala los automatismos que hay en marcha en nuestra subjetividad: en tanto que no podemos evitar que las ilusiones del Silencio nos arrastren (que son también las ilusiones del cine), somos similares a las grabaciones que nos seducen. Sin embargo, estas ilusiones son algo más que puro engaño. Como la escena con Dan en la cafetería, la del Club Silencio nos recuerda que los sueños e «ilusiones» son pasajes a lo Real que no podemos afrontar de manera normal. Los sueños no son solamente espacios de interioridad solipsista, sino un terreno donde «el telón rojo» que da al exterior puede descorrerse.

En última instancia, Mulholland Drive se entiende mejor si pensamos que es algo que no está hecho para ser congruente. Con esto no quiero decir que la película nos dé vía libre para plantear cualquier interpretación posible, sino, más bien, que cualquier intento de atar los bucles y puntos ciegos de la película no hará más que disipar su extrañeza, su rareza formal. Aquí, parte de la realeza viene dada por el modo en que la película parece una versión «falsa» de las típicas películas hollywoodienses. Roger Ebert afirmó que «no hay solución. Puede que ni tan siquiera haya un misterio». Puede que Mulholland Drive sea la ilusión de un misterio: nos vemos tentados a tratarlo como si fuera un enigma que puede resolverse, a pasar por alto su «incongruencia», su intratabilidad, del mismo modo que, en el Club Silencio, nos vemos atraídos a obviar la naturaleza ilusoria de las actuaciones.

David Castillo 2

En la película de Lynch de 2006, Inland Empire, sucede como si este tipo de deslices, incoherencias y enigmas que nos hemos encontrado en Mulholland Drive, se exagerasen muchísimo más; hasta el punto en el que ni tan siquiera hay pretensión de que la película sea tratable. Pese a todas sus referencias fílmicas, Inland Empire no se parece ni tan siquiera a ninguna plantilla de cine hollywoodiense. Si lo raro tiene que ver fundamentalmente con los umbrales, entonces Inland Empire es una cinta que parece estar compuesta sobre todo por puertas. Las mejores lecturas de Inland Empire han recalcado su anarquitectura laberíntica, similar a la de una madriguera. Sin embargo, este espacio es ontológico más que meramente físico. Cada pasillo de la película —y los hay a montones, como marca lyncheana de la casa— es, potencialmente, el umbral a otro mundo. Sin embargo, ningún personaje —la palabra parece tremendamente absurda si se pretende aplicar a las figuras, fantasías y fragmentos efímeros de Inland Empire— puede cruzar a esos otros mundos sin cambiar su naturaleza. En Inland Empire, eres el mundo en el que te encuentras.

El motivo dominante de la película es otro tipo de umbral: el agujero. El agujero de una quemadura de cigarro sobre seda; un agujero en la pared de la vagina que lleva al intestino; un agujero en el estómago por un pinchazo con un destornillador; agujeros de conejo; agujeros en la memoria; agujeros en el relato, agujeros como nulidad positiva, huecos pero también túneles, los conectores en un rizoma infernal en el que cualquier parte puede acabar desplomándose en otra. El agujero de la quemadura de cigarro puede servir como metonimia de toda la geografía psicótica de la película. El agujero en la seda es una imagen de la cámara y de su doble, el ojo del espectador, cuya mirada en Inland Empire siempre es voyeurística y parcial.

Con Inland Empire, la hemorragia del mundo se ha agravado tanto que ya no podemos hablar de jerarquías entrelazadas, sino de un terreno sujeto a un hundimiento ontológico crónico. La película, en un primer momento, parece que nos relata la historia de una actriz, Nikki Grace (Laura Dern), que va a interpretar a un personaje, Sue, en una película llamada Flotando en mañanas tristes. No obstante, no hay estabilidad en estos personajes, ni jerarquía con la que poder considerar a Sue «menos real» que a Nikki. Hacia el final, Sue parece haber absorbido a Nikki y no parece estar en ninguna película que se llame Flotando en mañanas tristes. «Reflexividad sin subjetividad», aquella perfecta descripción del inconsciente es una expresión excepcionalmente adecuada para las vueltas hacia delante y hacia atrás que da Inland Empire. Nikki Grace y la pandilla de personajes que Dern interpreta/Grace acoge (o fragmenta) son como avatares despsicologizados: agujeros que no podemos evitar tratar como misterios, aunque esté claro (para nosotros, si acaso no lo está para ellos) que no hay esperanzas de solución.

«Algo ha salido de dentro de la historia», se nos dice de la película polaca que es una película dentro de una película donde actúa Nikki Grace. En Inland Empire —que a menudo parece una serie de secuencias oníricas que flotan libres por encima de cualquier realidad terrestre, un sueño sin alguien que lo sueñe (como todos los sueños son en realidad, ya que el inconsciente no es un sujeto)— no hay marco que sea seguro, todos los intentos de incrustación fallan. La tentación de resolver los enigmas de la película de manera psicológica (por ejemplo, atribuyendo las anomalías a fantasmas que salen de la mente perturbada de uno o varios personajes) es, sin duda, estupenda, pero deberíamos resistirnos a ella si queremos permanecer fieles a la singularidad de la cinta. En lugar de mirar dentro (de los personajes) para encontrar la clave definitiva de la película, deberíamos esperarnos los pliegues extraños, las madrigueras y pasajes de la rara arquitectura de Inland Empire —en la que no hay espacio interior que sea estable por mucho tiempo—, debemos esperar que las puertas que dan al exterior puedan abrirse prácticamente en cualquier parte.

Este texto forma parte del libro Lo raro y lo espeluznante, publicado por Alpha Decay, y reproducido aquí con su autorización.

Ilustración de David Castillo
Traducción de Núria Molines