Ver de nuevo una película que me estremeció en la adolescencia me puso nerviosa. Seguramente, pensé, voy a viviseccionar mis emociones adolescentes en lugar de ver la película. O la veré con la mirada ligeramente educada de quien ya ha visto y leído sobre Hitchcock y sabe que no solo mira una película sino que atiende a un fenómeno que cambió el cine y que es clave en la historia cultural del siglo xx. Sin embargo, al ver de nuevo Rebeca me pasó algo hitchcockiano. Recordaba vagamente la trama; lo que más me había conmovido era la angustiante interpretación de Joan Fontaine. Ahora descubrí que, algo así como quince años después de verla en la adolescencia, yo había sido no una sino en dos ocasiones (con personajes secundarios distintos) la pobre Joan Fontaine (en la película, nadie nombra a la protagonista y, cuando se casa, todo el mundo se refiere a ella como la Señora Winter). Pero, a diferencia de ella, yo no tuve los hermosos vestidos ni la casona. (Mal ahí, destino obsesionado con los déjà-vu).
La película comienza con un tono de farsa, de mano de una rica e insoportable mujer y su dama de compañía, representada por Joan Fontaine (hermana y enemiga en esto que llamamos vida real de Olivia de Havilland). La esbelta y pequeñita protagonista es una muchacha golpeada por la tragedia de la orfandad que no tiene de otra más que soportar a la enjoyada y abusiva aristócrata, hasta que aparece Laurence Olivier, que tiene como quinientos nombres —como corresponde a su estatus aristocrático— y es dueño de la Mansión Manderley, en Inglaterra. Para abreviar, todos le dicen Maxim. Además de rico es viudo, y cuando conoce a su joven enamorada junto a un acantilado aparece distraído, atormentado, semisuicida, misterioso y galansísimo. Ahora sí que casi que tirando rostro en el acantilado. Se la pasa en este poético, encantador y progresivamente irritante estado casi hasta el final de la película, cuando el drama le permite revelarnos qué lo trastorna.
La impresionable jovencita, sumisa, imposiblemente ingenua e insegura, establece desde el principio una relación subsidiaria con Maxim, quien se permite ser mandón y a veces francamente pelado y barbaján con ella, que apenas si se da cuenta. Cuando los vemos pasear en auto es cuando quedamos conmovidos por la interpretación de Fontaine y empezamos a estar seriamente preocupados por su personaje, la víctima propicia. Ella dice algo parecido a: «Me gustaría tener un vestido negro, un collar de perlas y treinta y seis años». A lo que él le responde que, en ese caso, no tendría el privilegio de estar con él. Y remata suplicándole que nunca tenga treinta y seis años. Vaya, conque hay más de un ingenuo.
Después viene una secuencia de escenas de suspense y angustia en las que parece que la joven huérfana se perderá la posibilidad de sufrir en medio de la opulencia. Pero el destino fatal triunfa y la pareja se casa discretamente y luego recala en la famosa Manderley, una casona gótica en la que sucederá lo más dramático de la trama. Y en la que todos los posibles excesos literarios de la película (un loquito, un cínico que entra por las ventanas, un ama de llaves cruel e histérica) parecen totalmente verosímiles y no nos mueven al escepticismo.
Aquí viene lo más agudo de la angustia hitchcokiana, porque la segunda señora Winter comienza a desarrollar una aguda y dolorosa obsesión por Rebeca, y es que Manderley está repleta de los bártulos de la difunta. (Bártulos costosos como joyas, abrigos de piel y sábanas de seda, no zapatos chuecos, blusas percudidas ni cacerolas abolladas como en mis muy personales versiones tercermundistas; tampoco las mujeres de mis versiones estaban muertas, cabe decir). Además, el numeroso personal de la casa tiene prudentísimos comentarios como los siguientes: «Esa es la papelería de la señora Winter, es decir, de Rebeca», o «Rebeca era la mujer más bella del mundo». Para entonces Joan Fontaine se la pasa exprimiéndose las manos de angustia y preguntando con una mezcla de urgencia y pavor detalles sobre la vida y la persona de Rebeca. Ha caído finalmente en las arenas movedizas de los celos anacrónicos: una prisión viva que, como los buitres de Prometeo, muerde a su víctima todos los días en el órgano que intenta repararse constantemente. Y nosotros hemos caído en la trampa de Hitchcock, que nos distrae con la magistral interpretación de Fontaine del verdadero argumento.
Sin embargo, en este señuelo dramático hay bastante tormento y suficientes arquetipos para seducir al espectador. No en vano «la segunda señora Winter» nunca tuvo nombre y su pasado es solo un lugar común entre los aporreados por la vida: huérfana, sin dinero, se enamora del hombre que representa un-mejor-futuro, pero pronto descubre que ella no solo no es nadie sino que la sombra de la anterior mujer tiene proporciones bíblicas. Para colmo, durante buena parte de su angustia no conoce el rostro de Rebeca, y solo le toca imaginar una Venus inalcanzable. Además, nadie tiene reparos en darle un trato secundario, y sus esfuerzos por hacer «un buen papel» dan al traste todo el tiempo. Así, la casona que sería el Mejor Futuro se convierte en una prisión que pone en peligro su estabilidad mental. En pocas palabras, vive una vida que parece prestada y la persigue un fantasma.
Para cuando la película nos revela su misterio y sabemos quién es, o mejor dicho Qué Era Rebeca y comprendemos por qué se la pasó compungido Olivier, hasta nos sentimos aliviados de conocer la verdad siniestra. También nuestra joven protagonista está aliviada: «Entonces todo este tiempo no la has amado», dice sin poder ocultar una sonrisita.
Nosotros somos felices porque Joan Fontaine deja de sufrir, aunque también un poquitín culpables porque ahora todos (la joven sufriente, el marido, Rebeca) nos movemos en un fango de inmoralidades: la conducta del ¿inocente? Maxim es por lo menos cobarde y pusilánime, Rebeca resultó ser más mala que el pozole vegetariano y nuestra adorada joven esposa está dispuesta a mentir, ocultar, y quién sabe qué más con tal de permanecer junto a un emasculado aunque todavía guapísimo Laurence Olivier.
Lo que sigue es una secuencia policiaca y, para coronar el pastel, locura shakesperiana en Manderley. La protagonista sin nombre de pila y Maxim vivirán menos opulentamente pero igual de ingenuos y enamorados que antes. Nosotros nos quedamos con dos angustias que producen morbo: 1) la pena por Joan Fontaine en las arenas movedizas de los celos anacrónicos y 2) verla caer de la condición de víctima perfecta, inocente y pura para coquetear con la corrupción moral, la dureza, la crueldad y la indignidad en la casita junto al mar.
Respecto a la nueva versión de Netflix, comenzaba a enojarme con actores y director hasta que el aburrimiento me salvó de una emoción tan intensa.