31 años de My Own Private Idaho
«Have a nice day».
Se puede leer sobre la pantalla negra. Fin.
Los créditos en blanco aparecen sobre cartones de colores pastel en una estética que luego sería apropiada por la firma Diesel para su costosísima publicidad. No solo fue el diseño tipográfico. Diesel se inspiraría en los prostitutos de My Own Private Idaho para crear sus icónicas chaquetas desgastadas, roídas y con parches en el pecho, valuadas en 1700 dólares.
«Esa chamarra de cuero anaranjada que usa el personaje de River Phoenix la saqué de los contenedores de Goodwill, las tiendas de segunda mano. Pacas de ropa que vendrían de quién sabe dónde. A River le fascinó desde el prinicipio. Nunca se la quitaba, ni cuando ensayaba», dijo Gus Van Sant en una entrevista para Highsnobiety, a propósito del treinta aniversario de My Own Private Idaho: «Fue mi única decisión en el diseño de vestuario. El resto fue cosa de Beatrix Aruna Pasztor, quien incorporó pantalones obreros de conductores de autobuses y chaquetas de trabajo. Chamarras de gasolinera con parches, pantalones Carhartt y camisetas Ben Davis. Cosas que encontrabas con demasiada facilidad en los contenedores de Goodwill. Mi estilo es dejar que la gente se vista como realmente se viste, funcionó bastante bien en Elefante (2003) y Mala noche (1986)».
El primer gancho a la comunidad gay estaba dado. La estética de ropa obrera que se conseguía en distribuidoras de segunda mano era lo que predominaba en la costa oeste de principios de los noventa.
Dicen las malas lenguas que los gays nacen con el olfato refinado para el buen gusto. Pero la construcción de una moda no es lo único que hace del tercer largometraje de Gus Van Sant una piedra angular en el cine gay.
La osadía de los personajes por confesar la atracción afectiva entre hombres sin tamices closeteros, que les diera un lugar funcional en las jornadas sociales, queda expuesta desde el primer diálogo de la cinta. Puro erotismo fálico:
«Dios, la sensación física de eyacular puede ser orgásmica». Dice el personaje de Mike Waters. Por su cabeza pasan imágenes de pescados saltando en un río. Los ojos cerrados y los brazos electrocutándose de placer mientras un señor panzón y calvo traga su leche en un desolado cuarto de hotel de Seattle. Con las paredes tapizadas de abatidos diseños de los setenta.
En 1991, el colectivo gay aún no colocaba elementos de representación en los grandes circuitos visuales. Las banderas de arcoíris no aparecían a cuadro con la familiaridad de hoy. Las parejas del mismo sexo, el matrimonio igualitario, la adopción homoparental ni siquiera figuraban. El único registro del imaginario gay de ese entonces se reducía a la libertad sexual hostigada por el vih que, con una década de haberse descubierto, seguía sin contar con alguna cura. Y la espera continúa hasta el día de hoy. Por cierto, el sexo sigue siendo el motor de la vitalidad gay. Aunque el consumismo pintado de tolerancia nos haga pensar lo contrario.
Gus Van Sant no tenía muchas opciones desde donde abordar la homosexualidad que ese casi único registro.
Para que la historia de hombres homosexuales, y a veces no tanto, que se prostituían en las esquinas de Portland, su ciudad natal, no sucumbiera a la compasión fácil o el drama redentor, Van Sant añadió argumentos de Enrique IV de Shakespeare, como la rebelión familiar, la competencia paternal, los buenos hijos, los hijos descarriados y la amistad entre rufianes.
Por supuesto que a los gays nos encanta el drama y el drama que provoca en las familias que arruinamos con nuestra putería. Gus Van Sant es gay y no dejaría pasar esta oportunidad. El guion quedó terminado con dos cuentos que Van Sant tenía guardados en el cajón. Uno, sobre un chico, pobre y gay, que busca a su madre entre carreteras que llegan hasta España. El otro, aventuras de hombres que se prostituían en Portland, asunto con el cual Van Sant convivió por mucho tiempo. El nombre de la película vino de la canción de los B-52s que se repetía en la casetera de su auto mientras conducía entre Portland y Seattle. Dando aventón a homosexuales indigentes.
Una vez terminado el manuscrito, empezó la búsqueda de productores y presupuesto.
«Que al final se haya logrado encontrar una buena casa productora fue una especie de suerte y broma. La gente de Los Ángeles en realidad no lee los guiones. Los miran y dicen, «Está bien», y luego se los dan a su asistente. Si tienes suerte, tu película se hace», dijo Gus Van Sant en la misma entrevista para Highsnobiety.
El homoerotismo debía tener un efecto de encantadora proximidad carnal. Van Sant optó por fichar a los rompecorazones del momento, Keanu Reeves y River Phoenix, con el fin de interpretar a los protagonistas: Scott Favor y Mike Watters respectivamente. Prostitutos con el corazón roto. El primero, hijo de un acaudalado gobernante que solo espera a cumplir veintiún años para reclamar su fideicomiso y vivir como el burgés que siempre fue. El segundo, un chico pobre y gay, con narcolepsia, que busca a su madre. Ambos venden sus cuerpos como vehículo para escapar de sus miserables vidas. Porque el lujo desmedido también genera miseria y abandono.
Mike Waters existió en la vida real. Keanu y River convivieron con él y otros chicos indigentes que llegaban a casa de Van Sant durante varias semanas, a fin de obtener conocimiento limítrofe de la vida sin techo fijo en las calles de Portland:
«Algunos niños de la calle vinieron a la casa de Gus, que nos fue presentando a diferentes personas en diferentes lugares. Fue una puesta en escena en ese sentido. Algo artificial. Pero cuando nos íbamos con ellos a la calle, solo nosotros, sin la producción, trabajamos en nuestro propio tiempo. Nos sentíamos como guerrilleros, fue excepcional para nosotros. Pensé que nuestro principal problema era averiguar si podíamos vernos como auténticos chicos de la calle. Gus pudo trabajar con ellos, que no eran actores profesionales, y en vez de eso nos escogió a nosotros. Teníamos la obligación de creer en este guion y resolver toda clase problemas», dijo River Phoenix en entrevista a la Interview, de Andy Warhol.
Apenas el guion llegó a manos de Reeves, dijo que aceptaría con la extraña y única condición de que Phoenix fuera su pareja coprotagonista. Se hicieron grandes amigos después de coincidir en el rodaje de I Love You to Death de Lawrence Kasdan. Su representante le dijo que tuviera cuidado. Reeves venía de hacer a un agente del fbi, macho adicto al surf extremo en Point Break, de Kathryn Bigelow, y hacer de prostituto puto sería un volantazo polémico. Podría dañar su imagen de galán que humedecía a las adolescentes que leían revistas como Bop o Teen Beat:
«¿Dañar mi imagen? ¿Quién soy yo, un político? No. Soy actor. Eso no fue un problema. Pero rodar fue una experiencia muy intensa. Acababa de terminar Point Break y todavía estaba en mi personaje. Sentí un poco de ansiedad por Idaho. Estaba abrumado por lo que tenía que hacer, era como, “¡Oh, no! ¿Puedo hacer esto?” Tenía miedo. Pero Gus y River me hicieron encajar. Dijeron: “Hagamos una película de pocamadre”. Después me presentaron a todos esos chicos indigentes. Gente real. Mi imaginación voló. La interpretación de Gus en su cameo como botones del hotel. Me di cuenta de que podía llegar tan lejos como quisiera», dijo Reeves a la revista Interview de Andy Warhol.
De hecho, My Own Private Idaho terminaría de consolidar su estética con la portada que Interview le dedicó a los protagonistas de la cinta. De las más icónicas de la publicación warholiana. Keanu y River despeinados en complicidad. Con chaquetas de cuero. Daban la ilusión óptica de ser la primer pareja gay de Hollywood. Sobre todo por las fotos de interiores.
Se dice que Fargo de los hermanos Cohen fue el primer largometraje que cruzó el umbral de lo subterráneo para convertirse en un trancazo mainstream, pero eso es una vil mentira. My Own Private Idaho fue un éxito de taquilla indie, para sorpresa de todos. Se convirtió en un clásico instantáneo. La comentaban desde las columnas indie del Advocate o el Village Voice hasta mtv, el New York Times y las mismas revistas de ingenuidad superficial como la Teen Beat. Las adolescentes se volvían locas con el desnudo frontal de Keanu en Italia.
Muchas críticas la catalogaron como la primera road movie gay. Gus Van Sant entramó con fascinación oniríca una paleta de colores delicados con recreaciones de Enrique IV y una sucia nostalgia montada en Harley Davidson que también impuso moda masculina. Jugar al homoerotismo con gafas de aviador se volvió una tendencia en las portadas de revistas como gq. Empezaba la apertura gay.
Pero también fue una película que no maquillaba la crudeza callejera. Como la escena en la que auténticos prostitutos, los mismos que iban a casa de Gus Van Sant a sentirse estrellas y tomar cerveza, contaban anécdotas con clientes guarros que los humillaban con abusos físicos mientras en la rockola suena «Cherish» de Madonna, en cuyo video, por cierto, aparece un actor porno gay:
«Por razones sensacionalistas, la gente podría decir que se trata de la vida callejera gay, lo cual es realmente genial para esta comunidad, porque es importante tener algo con lo que identificarse. Pero no representa necesariamente a la comunidad gay. Tú no escuchas sobre Five Easy Pieces como una película sobre un tipo que trabaja en las plataformas petroleras y es heterosexual porque los hetero ya estamos representados», dijo Phoenix a The Guardian en 1992, cuando la cinta llegó al Reino Unido.
Para muchos de nosotros, jotos incipientes a principios de los noventa que no sabíamos cómo salir del clóset, My own Private Idaho fue un punto de inflexión que nos marcó de por vida. Nos enseñó que los gays no solo se vuelven locos con Madonna. También se la pueden jalar escuchando a los Pogues. Reeves y Phoenix interpretaron modelos de conducta gay que no eran el bufón afeminado de las telenovelas mexicanas y los programas cómicos. A los que nadie se les quería acercar pues «no los fueran a contagiar de sida», como rezaba el estigma. Dolorosas escenas como la de la fogata nos brindaban la oportunidad de construir nuestras propias fantasías de amor.
La narcolepsia de Mike facilitaba la edición de momentos oníricos que da a la película una sensación de extrañeza. Y nos brindaba a los gays del 91 la posibilidad de escapar de nuestras circunstancias. Las carreteras se convirtieron en un referente de escape y libertad.
Alerta de spoiler: es de los finales más hermosos que ha visto la pantalla grande. No solo en la historia del cine independiente, las road movies, el cine queer (cuando el término era abrasivo y nada complaciente) y la historia del séptimo arte en general.
La postal de una carretera en punto de fuga con dos gigantescos árboles en los extremos del plano que figuran ser ojos de un rostro panorámico con la carretera como lengua de asfalto. El horizonte con campos dorados bajo nubes flotando sobre un cielo que parece de óleo y gis azul claro. Un horizonte que no por armonioso signfica que hay esperanza al final del sendero. Para recordarnos que la humanidad no tiene salvación sin importar cuán bello puede ser el paisaje que nos rodea, Gus Van Sant pone dos camionetas en el encuadre. La primera es miserable. El pecho se contrae en la desesperanza de ver al joven Mike Waters en pleno ataque de narcolepsia, sin zapatos pero con sus calcetines blancos a mitad del pavimento. La segunda troca alivia la sensación de hueco en el estómago, pero sin que el agujero desaparezca del todo.
Pareciera que esa escena perseguiría a River Phoenix, pues murió de sobredosis de heroína tan solo un par de años después del estreno de My Own Private Idaho. En las afueras de un bar de Los Ángeles.
Después viene el fotograma de una casa de madera abandonada. Entra el acordeón de los Pogues, «The Old Main Drag». La vida sigue su curso. Los exitosos regresan a sus casas con piscina y los perdedores continúan con la caída que les asignó el destino.
Hasta el día de hoy, a Keanu Reeves le resulta difícil hablar de My Own Private Idaho sin que el recuerdo de Phoenix no le descomponga el rostro. Prefiere no hacerlo.