Dossier: La vieja ola: Miradas al cine clásico

Volver al cine

 |  Brenda Navarro

Ensayo-error. Dice Elena Neira, especialista en nuevos modelos del negocio audiovisual: Ensayo y error y las nuevas plataformas se van enterando de indicadores apoyados por los más sofisticados algoritmos de qué es lo que funciona y qué no dentro de lo que consumimos como espectadores pasivos. Un prueba y error que se encarga de entender qué es lo que le interesa a la gente, a qué tipo de contenido reacciona para después marcar los caminos que seguirán las productoras para generar contenidos. Neira lo dice: bulimia audiovisual, darnos atracones de maratónicas series que luego vomitamos en redes sociales o en esa pulsión de scrollear porque nada nos llena ni nos satisface; pero, claro, al cliente lo que pida, a pesar de que estos analistas del negocio audiovisual sepan de antemano que esos ensayos y errores les pueden costar mucho más dinero del que quieren invertir. Paradoja. Querer saber lo que el cliente quiere para después descubrir que el cliente no lo sabe y por eso «sufre» de fatiga de decisión, termina yéndose sin ver nada. No consume.

Lejos de hacer un análisis mercadológico, menciono esto porque ante la vorágine de necesidad de consumir que tenemos actualmente, me pregunto qué papel tenemos las personas que creamos ante esta situación: ¿Nos entregamos a la maquila de historias prime time para complacer a la audiencia? ¿Atendemos las necesidades de lectoras o espectadores y dejamos que nos afecten sus deseos sobre nuestras propias creaciones? ¿Nos abrimos ante ellos y dejamos que nos machaquen para alimentar el consumo y obtener favs, corazones y stories de Instagram? ¿O simplemente seguimos creando? Pero, ¿cómo «crear» unilateralmente cuando hay que llenar el refrigerador? ¿En dónde está el equilibrio, de existir tal?

Yo suelo pensar mucho en Krzysztof Kieślowski, ese cineasta polaco que en la década de los ochenta nos dejó un testimonio de lo que significa defender una posición en el mundo, en el arte y en la política desde y por la imaginación. Kieślowski,

que es mundialmente reconocido por la trilogía fílmica que realizó sobre los tres colores de la bandera francesa: Azul (1993), Blanco (1994) y Rojo (1994), y que estaban basadas en los valores de libertad, igualdad y fraternidad. También hizo una serie de televisión en su ciudad natal, Varsovia, y que es hasta la fecha, no solo un Decálogo de historias basadas en los diez mandamientos católicos, sino también una especie de manifiesto que nos enumera, capítulo a capítulo, la forma en la que se puede hablar de la humanidad, de los regímenes políticos, de las frustraciones, del amor, del dolor, de vivir en un mundo desilusionado del futuro, etc. Sin importar lo que productores y espectadores pudieran pensar previamente. En todo caso, sin importar lo que pudieran decir de la creación de las historias, sino de lo que esas historias pudieran interpelar a quienes las vieran.

¿No es esto uno de los tantos fines del arte o de la creación artística? Iniciar una conversación a partir de lo que un hecho artístico pueda generar en quienes le conocen, sin que ningún algoritmo o indicador tecnológico pueda adivinar. Creación artística a pesar del mercado, porque no podemos caer en la ingenuidad de que el arte es solo arte cuando no puede ensuciarse con dinero. Al contrario, el arte, debe de seguir interpelando a pesar de que exista dinero «de por medio».

David Castillo 1

En este sentido, Krzysztof Kieślowski cometió dos actos que quienes ahora pretendemos crear historias debemos de tomar en cuenta —si estamos interesades, claro, en encontrar un equilibrio que nos deje dormir—: Presentar historias tan auténticas y originales como universales e íntimas pueden ser y, dos, utilizar la imaginación para hacer creer a los productores de una televisión pública con tufo autoritario que esa serie de televisión iba de una cosa, cuando en realidad iba de muchas otras, y que logró poner en entredicho la propia concepción de un país que dejaba de ser soviético y se enfrentaba a un futuro incierto lleno de pobreza, así como la marcada religión que seguía estando, a pesar de los esfuerzos comunistas, tan arraigada en la mayoría de la población. Una sociedad compleja, que necesitaba historias complejas. No medias tintas. Un conjunto de diez capítulos que logran transmitir las inquietudes del autor con un rotundo éxito de audiencia para los estándares de ese tiempo: diez millones de espectadores polacos, para luego recorrer el mundo y ser igual de aclamada porque hay una visión ahí, algo que decir, antes que algo que conciliar.

El propio autor comentó en el libro Kieślowski om Kieślowski (Samlerens Bogklub, 1993) que fueron los espectadores quienes hicieron del Decálogo, lo que fue el Decálogo: «La razón por la cual la televisión actual es de esa manera no es tanto porque los televidentes sean cortos, sino porque los programadores lo son».

¿Sirve de algo invertir tanto en los algoritmos tecnológicos que indican el comportamiento de la audiencia? Me temo que no, que es solo un poco de humo del que se sostienen algunos para seguir vendiendo. Afortunadamente, las personas que estamos interesadas en crear tenemos, todavía, la opción de proponer y seguir insistiendo en ello, historias que nos interpelen e incomoden de forma personal, no solo para aspirar a ser Krzysztof Kieślowski —a mí me encantaría—, sino para resistir al dulce canto de caer en la premisa del mercado: ¿al cliente lo que pida? No, dejar que las personas conversen con lo que creamos, pero hasta que esté finalizado. Una especie de idea de volver al cine: dejarnos sorprender por esas primeras imágenes del tren que fueron reales y a la vez no, pero que hicieron que la gente saliera corriendo porque lo habían creído. Creyeron, fueron cómplices de la imaginación y permitieron esa conexión entre creadores y espectadores actives (no pasivos, no bulímicos): tener la conciencia de otros mundos a pesar de que sepamos que de lo que estamos hablando es pura fantasía.

Ilustración de David Castillo