I
La civilización se ha construido pacientemente sobre la guerra. La guerra contra el abismo de la imaginación, contra el terror de las historias, contra el rapto de la razón. Platón fue uno de los más feroces combatientes. En La República, que es un sofisticado manual para la construcción de un Estado totalitario, prohíbe que las abuelas cuenten historias a sus nietos mientras los arrullan, para evitar que la peste de la imaginación se apodere de la mente humana desde una temprana edad. Aunque la guerra emprendida por Platón tardó siglos en propagarse, finalmente lo hizo, hasta el punto en que, aquellos cuya tarea era cuidar de los mitos, también comenzaron a participar en la batalla contra ellos. Max Müller, uno de los mayores estudiosos de las religiones e inventor de la mitología comparada, los consideró «una enfermedad de la lengua». Ernest Cassirer construyó casi toda su obra para advertirnos del peligro de los mitos, generadores de terror, de violencia y de guerra, y los opuso al símbolo, una suerte de imaginación domesticada. Freud creó todo un artificio retórico para adjudicarles un significado, un límite, un control, y que dejaran así de ser la causa de nuestra violencia íntima y social. Y quizá la cima de todo ataque y la condena total del mito ocurrió en Alemania, en 1930, cuando Alfred Rosenberg publicó El mito del siglo xx, libro sobre el que se fundaría el momento más oscuro de la historia humana. Mito y Shoah se verían así entrelazados por siempre.
No es sorprendente, en ese contexto, que los escritores, al menos desde finales del siglo xix, se hayan esforzado —y lo sigan haciendo— en alejarse de las historias. Ortega y Gasset afirmó, en 1925, que «es muy difícil que hoy quepa inventar una aventura capaz de interesar a nuestra sensibilidad superior». Y dijo que el placer de las aventuras era inexistente o pueril. Poco antes, Stevenson, quizá para justificarse a sí mismo, advirtió que sus lectores desdeñaban las peripecias y preferían una novela sin argumento. Flaubert fue más lejos, y dijo que su gran sueño era escribir una novela sobre nada. Quizá esa novela tomó forma en el Ulises de James Joyce y, desde entonces, varias generaciones de escritores se han esforzado en imitarla hasta el cansancio, sin percatarse de que con ese gesto han convertido a la literatura moderna en una parodia infinita de ese libro.
Pocos, muy pocos se han resistido al prejuicio de la forma y se han entregado a la potencia de la imaginación. Uno de ellos —quizá a pesar de sí mismo— fue Milorad Pavić.
II
Los espejos venenosos es una recopilación de los mejores cuentos de Pavić, ideada por el mayor de sus herederos intelectuales, Goran Petrović. En el prólogo, Petrović nos da la clave para leer el libro: «Estos cuentos son como las almohadas que por la mañana sacudimos y dejamos en los alféizares para que se asoleen, y el aire y el calor inunden las plumas en su interior (…) Estos cuentos son almohadas cuyas plumas-
palabras de noche, con un susurro apenas perceptible, se adaptan de nuevo al cuello y a la cabeza del durmiente». Han transcurrido cinco mil años desde que se escribieron los primeros poemas de la historia humana. Miles de civilizaciones han desaparecido, junto con sus lenguas, sus historias, su ciencia, sus formas de gobierno. Nosotros, en el extremo de esa sucesión de catástrofes, los más viejos, los más sabios, los exhaustos, los herederos de esas ruinas y de esa gloria, creemos estar al final de la historia. Y, sin embargo, como los acadios, los sumerios, los persas, los egipcios, los griegos, volvemos al inicio de todo, a aquello que nos constituye desde siempre, y que está en la base de nuestra belleza y de nuestra infamia: los sueños.
El tiempo termina por despojarnos de todo lo innecesario, y nos deja desnudos en la intemperie de la historia. Ahí, en medio de esa oscuridad, ateridos de frío, ¿qué nos sostiene? Los sueños, los mitos, el fuego del relato.
Franz Kafka habla constantemente de esta noche en la que, sin saberlo, a pesar de toda nuestra ciencia y nuestros intentos civilizadores, nos encontramos sumergidos. Todo un pueblo, dice, un número incalculable de seres humanos que cree dormir en camas sólidas, bajo un techo seguro, en realidad está reunido bajo un cielo frío, sobre tierra fría, echados en el suelo, la frente apretada contra el brazo, respirando tranquilamente. Y entonces, en ese momento grave, en ese instante que podría ser de máximo peligro, dice: «Y tú velas; eres uno de los vigías. Agitando un tizón que has tomado del montón de ramas fraccionadas que hay a tu lado, descubres al vigía más próximo. Alguien tiene que velar; eso es así. Alguien tiene que estar ahí».
Milorad Pavić, erudito, políglota, experto en la literatura barroca serbia, se esforzó durante toda su vida en crear los artefactos literarios más sofisticados que la mente humana hubiese podido imaginar. Y quizá lo logró. El Diccionario Jázaro, su primera novela, publicada a los cincuenta y cinco años, fue un éxito literario inmediato, por su estructura, por la radicalidad de su forma pero, sobre todo, por transformar nuestra manera de leer. Sus siguientes libros persiguieron la misma estela. Y, de golpe, se convirtió en el referente de aquello que los críticos llamaron literatura posmoderna, hipertextualidad, metaliteratura.
Después de un siglo de experimentos formales, podemos seguir insistiendo en ellos, podemos seguir cultivando el prejuicio de lo nuevo y de la originalidad. Sin embargo, en algún momento, el tiempo terminará por despojarnos de todo. Nos daremos cuenta de nuestro autoengaño. Comprenderemos que seguimos en la soledad de la estepa, del desierto, de la selva, de la tundra, y que ahí, desnudos, a la intemperie, solo nos quedan las historias, los mitos, los restos de un sueño. Y esto es lo que ocurrió con Milorad Pavić. Ahora sabemos que su estilo barroco, y que sus esfuerzos por modificar las formas de los libros y de la lectura, son solo una manera sofisticada del autoengaño, la superficie que había que cavar para llegar al centro: Los espejos venenosos son ese centro, el fuego alrededor del cual nos protegemos, nos consolamos, y cuidamos unos de otros. Y Milorad Pavić es el vigía que lo mantiene encendido y que vela mientras nosotros dormimos.
III
Construimos los mitos, afirma Alberto Manguel, para atravesar la peligrosa frontera entre el sueño y la vigilia. El libro de Pavić es ese pasaje subterráneo, hecho de miles de estratificaciones mentales creadas pacientemente a lo largo de los siglos. En ese tránsito, sin embargo, podemos perder la orientación, y adentrarnos en una tierra donde la realidad y la ficción, el sueño y la vigilia, se confunden. En Los espejos venenosos no son pocos los relatos donde Milorad Pavić se convierte en el personaje principal, o donde un doppelgänger toma su sitio, o aun donde el lector se vuelve parte de la ficción. Se nos puede objetar que son recursos consabidos, y que nuestra sensibilidad, demasiado acostumbrada, ha dejado de responder a ellos. Sin embargo, creo que todavía no hemos logrado medir todas las consecuencias de ese procedimiento.
La primera vez que aparece en la historia de la literatura es en el canto VIII de la Odisea. Ahí se narra el banquete que Alcínoo ofrece a su corte y a un invitado desconocido. Demódoco, un aeda ciego, canta durante la cena episodios de la guerra de Troya, y algunas de las aventuras de Ulises. Todos lo celebran y hacen libaciones, excepto el extranjero, el invitado desconocido, que se cubre con su capa y llora al escuchar los cantos. Finalmente, ante la sorpresa y la emoción que le provocan esos relatos, confiesa que él es Ulises, y que lo narrado por el aeda son las aventuras que acaba de atravesar. Esta escena esencial de la imaginación se ha repetido desde entonces, con diferentes formas, con diferentes nombres. ¿Por qué? Quizá porque ahí se oculta una metáfora de la vida humana, y del lugar que el arte ocupa en ella. Ulises llora no solo por el recuerdo de sus desventuras y por el aciago destino de sus compañeros desaparecidos. Llora por algo infinitamente más devastador: porque contempla su propio desmoronamiento, la diseminación de su propio ser en la eternidad insignificante, insustancial, de la ficción. Todo su esfuerzo, su dolor, su trabajo, su estirpe, su riqueza, son tan vanos como los sueños. ¿De qué ha servido el exilio, el extravío, el largo viaje, los peligros, los riesgos asumidos? Frente a Demódoco descubre la insignificancia de todo gesto, y nuestra trivialidad. Pero también comprende que la única respuesta a todo ello es una inquebrantable fidelidad a la vida. Ante una realidad difícilmente soportable, Ulises perdona a la condición humana, por su futilidad, por su mediocridad, por ser algo imperfecto y finito. Y se reconcilia con ella y consigo mismo. Comprende también que la fidelidad a la vida pasa por las historias. Que quizá ellas son nuestra única y verdadera sustancia, nuestra única parte indestructible y eterna.
Cuando Milorad Pavić utiliza este recurso, no hace algo diferente a Homero. Creo que lo sabe. Por eso podemos colocarlo ya entre los clásicos. Porque un clásico es «una forma significante que nos lee», dice Steiner, «más de lo que nosotros la leemos, la escuchamos o la percibimos». Nos interroga cada vez que lo abordamos. Nos pregunta: ¿estás preparado para asumir todas las consecuencias de lo que te he mostrado? ¿Estás preparado para transformar tu vida? Después de la lectura de los relatos de Milorad Pavić y de darnos cuenta de que somos parte de ellos, podríamos decir lo mismo que Walter Benjamin al leer a Rilke: «Lo que uno ha vivido es, en el mejor de los casos, comparable a una bella estatua que hubiera perdido todos sus miembros al ser transportada y ya solo ofreciera ahora el valioso bloque en el que uno mismo habrá de cincelar la imagen de su propio futuro».
IV
«En el siglo xx, afirma Pavić, han sido numerosos los escritores que hemos aprendido a valorar. ¿A cuántos hemos aprendido a amar? En la literatura esto último es lo que cuenta. Si no amas un libro, retíralo de ti. O bien ese libro no es bueno o bien tú no eres bueno para ese texto en ese momento». De alguna forma, los libros se merecen. Pero estoy convencido de que cualquier lector encontrará, entre los casi treinta relatos que forman Los espejos venenosos, al menos uno que terminará amando, y que lo acompañará a lo largo de sus días. El que me ha elegido se llama «El jardín de Shakespeare». En ese breve texto, Pavić cuenta su visita a la casa de William Shakespeare en Stratford-upon-Avon. Es una casa como cualquier otra, restaurada después de años de abandono. Lo realmente llamativo de ese lugar es el jardín que se encuentra en la parte trasera. Está lleno de flores, casi todas amarillas. En la tienda de recuerdos encuentra un libro que se llama El jardín de Shakespeare. Es una compilación de imágenes, un atlas botánico con nombres en latín. Es el recuento de todas las plantas y flores que aparecen en los poemas, en las tragedias y en las comedias de Shakespeare. Y uno comprende que en el jardín que está en la parte trasera de la casa crecen todas las flores y las plantas que aparecen en las obras del inglés. Pavić se pregunta, ¿quién creó a quién? ¿El jardín a Shakespeare o Shakespeare al jardín? En su visita, un poco más adelante, llega a otro jardín, el de la señora Hathaway, la esposa de William, que tiene las mismas flores que el primero. En la tienda encuentra el mismo libro, una bolsa con semillas (las semillas del jardín) y una pequeña olla de barro. La olla contiene la miel de Stratford, la miel que recolectaron las abejas de las flores del jardín de Shakespeare. Esa miel, de alguna forma, son los celos de Otelo, el cuerpo ahogado de Ofelia, el veneno en el oído del padre de Hamlet, las tres hadas, una libra de carne, la traición y la guerra de Macbeth, una noche en el solsticio de verano, un líquido misterioso que provoca el delirio y el amor. Pavić, mientras escribe sus relatos, prueba poco a poco la alquimia de las flores amarillas. «No soy yo quien está escribiendo esto, son los colores del jardín de Shakespeare». Y entonces ocurre la magia. Toda la lengua inglesa, toda su memoria, toda su literatura, el paraíso de Milton, el marinero de Coleridge, el ruiseñor de Keats, la golondrina de Wilde, los dioses paganos de Yeats, están ahí, en esa miel; pero ya también son parte de las palabras de Pavić. Y entonces comprendemos que nosotros, al leerlas, también formamos parte, por siempre, del jardín de Shakespeare.