Columnas

Desde los zulos

Dahlia de la Cerda

Texto personal, tercera parte

«Es un poquito complicado
tener el diablo aquí a mi lado
le dije que se fuera y no se quiere ir
al parecer él solo otra vez va a salir»
Geramx

Siempre fui «única y diferente». No importa si intentaba bailar break dance, rayar paredes, pintar un cuadro o escribir un cuento, siempre lo hacía con una sensación de nostalgia constante, de vacío interno. Como de tristeza, como de hueco en el estómago. Mis amigas del barrio me decían, que eres muy melancólica, mis amistades de negro, que eres muy oscura. A mi tristeza cotidiana se le sumaban episodios de impulsividad, de ponerme en riesgo, de hacer cosas muy intrépidas o temerarias. Normal, era adolescente. Pero la primera vez que me encontré con el perro negro llamado depresión menor fue cuando tenía dieciséis años. No empezó como desasosiego, empezó como enfermedad. Un día me desperté y sentí una bola en la garganta o más bien como si alguien me estuviera ahorcando. Tomé agua, me provoqué el vómito y la sensación no se fue. Le dije a mi mamá y ella me llevó al médico. No se encontró ningún síntoma de enfermedad física. Los síntomas empeoraron: palpitaciones, mareos, falta de apetito y la convicción de que me moriría pronto. Mi madre me llevó de médico en médico y ninguno encontraba algo físico que explicara mis malestares. Fue hasta que mi tía Mayra le recomendó que me llevará con el doctor Felipe, un señor que daba consulta en un barrio popular. Llegamos a un consultorio pintado de azul claro, había un sillón forrado de plástico en una cochera que servía como recepción, y detrás de un escritorio lleno de cajas de medicamentos estaba el doctor Felipe. Me entrevistó sobre mis antecedentes médicos, me revisó la presión, analizó los estudios que me habían realizado y finalmente se centró en un interrogatorio sobre mi estado de ánimo. Le explicó a mi mamá que por mi edad no podía hacer un diagnóstico psiquiátrico pero que tenía síntomas de depresión, me dio medicamento, un antidepresivo. La primera vez que lo tomé me fui de peda y terminé en el hospital, me hicieron un lavado estomacal. Después los síntomas como llegaron se fueron. Se quedó la tristeza de siempre, la tendencia a hacer locuras, meterme en problemas y ganas de sacar de quicio a las personas nomás por chingar. Los episodios del perro negro han sido recurrentes en mi vida, llegan siempre como síntomas de una enfermedad física: dolor en el pecho que me obsesiona al grado de hacerme ecocardiogramas y monitoreos Holter, mareos, dolores crónicos y falta de aire. Síntomas que casi siempre resultaba que estaban en mi imaginación y no tenían un origen orgánico. Los malestares físicos siempre vienen o venían acompañados con la idea de estar enferma de gravedad y en riesgo de morirme, preocupación desmedida por el destino de mis seres queridos ante mi muerte trágica e inesperada. La ideación de mi eventual muerte me entristecía al grado de abandonarme: no comía, no me bañaba, no salía de mi casa. Vaya, depresión mayor incapacitante. Pero además me gustaba hundirme en mi miseria escuchando canciones que le dedicaba a mis seres queridos en caso de morirme. Recuerdo en especial: «Vale of Tears» de To/die/for, que le dedicaba a mi esposo. Dios, el grado de azotamiento: Your room is so dark and you are too scared to fall asleep, but I’m always there for you, so warm is my heart for you my love, sleep well my darling and leave, this vale of tears behind, land of nod is a better place, don’t feel fear in the darkness, you can’t see, but there I am with you, I’m near, close to you. Esa era mi vida: siempre idas y venidas a mil especialistas y siempre mil protocolos distintos de medicación. La depresión como llegaba se iba y regresaban los síntomas de siempre: necesidad de atención, mentalidad polarizada, especial interés por ver el mundo arder y desatar caos y sensación de vacío.

En el imss me catalogaron como una paciente inestable emocionalmente. Cada que iba a consulta por cualquier enfermedad, muchas de estas sí reales, me tiraban a león o de plano me preguntaban con condescendencia: ¿Dahlia, te estás tomando tus medicamentos? Recuerdo en especial una vez que me dio una alergia y que pensaron que era somatización hasta que se me empezaron a poner los labios morados por la falta de aire. Pero sobre todo recuerdo un disturbio visual. Esto es muy cómico porque extrañamente los médicos le pusieron especial y mucha atención a un síntoma que no podían comprobar si era real o no y cuya única prueba de existencia era mi testimonio. Un día mientras leía note que había un punto ciego en mi visión, ese punto ciego se transformó en un zigzag de colores y luego en un aura. Cuando le dije al médico familiar y él me canalizó de emergencia al neurólogo, no podía creer que me estuvieran tomando en serio. Y menos cuando el neurólogo dio la orden para internarme de emergencia para hacerme estudios. Me internaron una semana en la clínica 1 del imss, me hicieron una tomografía con contraste, una resonancia magnética, exámenes de sangre de todo tipo, incluida la tiroides y hormonales y un encefalograma. Yo pensé que ellos pensaban que de plano ya había enloquecido, pero resultó que la neurofibromatosis, trastorno genético con el que vivo, puede causar tumores cerebrales y los disturbios visuales son síntoma de estos. Los estudios salieron normales, es decir: no había tumor cerebral ni ninguna enfermedad preocupante. Pero había dos eventualidades, la primera fue que en mi estancia en el hospital estuve leyendo un libro sobre asesinos seriales y eso puso ansiosos a los médicos, en especial al neurólogo, porque encontraron una lesión en mi lóbulo frontal, y las lesiones en el lóbulo frontal están asociadas de forma estigmatizante a personas con conductas criminales y antisociales. Mirando la tomografía el neurólogo me dijo: por eso estás tan loca. Me mandó al psiquiatra.

El psiquiatra me diagnosticó con ansiedad, trastorno obsesivo puro, episodios recurrentes de depresión menor y rasgos de psicopatía sin riesgos de cometer crímenes porque en sus palabras «estoy bien socializada». Me recetó un estabilizador del estado del ánimo, un antipsicótico y me mandó a casa. El disturbio visual, bueno yo chingo a mi madre, pasó a segundo plano, se enfocaron en la atrofia cortical frontal. Pero en foros de internet encontré que el zigzag de colores se llama: migraña oftálmica.

Cuando empecé a leer, sobre todo filosofía, empecé a identificarme con filósofos amargados, tristes e incomprendidos. Leía a Kierkegaard, a Cioran y Schopenhauer y decía ahuevo y, no mames, sí soy. Presumía pasar las noches en vela leyendo En las cumbres de la desesperación y El libro del desasosiego, de Pessoa. Ser una artista atormentada que lloraba con el joven Werther y que se nombraba a sí misma como wertheriana era mi personalidad de muchacha que se viste de negro y trae un libro de Nietzsche bajo el brazo, pero también encontrarme identificada con los sentimientos de otras personas que evidentemente tenían problemas de salud mental me hacía sentirme representada. Todo bien hasta que pasé de que la tristeza, el desasosiego, el vacío constante fueran parte de mi temperamento de artista y una cualidad muy gótica a convertirme potencialmente en una poeta suicida con la ideación constante de meter la cabeza en el horno. Porque el suicidio y su idealización son material de muchas obras literarias, pero quienes luchamos todos los días con ideación suicida, poco a poco lo dejamos de ver como algo romántico y empezamos a verlo como una amenaza a nuestra vida. Hasta que mi vida estuvo en riesgo, riesgo de que me inmolara a mí misma, fue cuando corrí por ayuda.

Sería largo e inútil explicar cada una de mis crisis, de cómo me sentí cada vez que el perro negro llamado depresión venía a visitarme, sobre cómo evolucionaron los síntomas y las negligencias que cometí en el cuidado de mí misma y mi salud mental. Pero la cosa en resumen es que yo siempre fui de estoy enferma, me voy a morir y mi familia va a sufrir mucho sin mí, a el mundo sería un mejor lugar sin mí, me voy a matar a la chingada. Pase de ser la loquita kul que a pesar de ser depresiva hace cosas divertidas y temerarias que equilibran la balanza a ser la loca aterradora que cada que va a cruzar un puente sola tiene que pedir ayuda porque escucha una voz en su cabeza que le dice: aviéntate. No sé cómo ni por qué mi tema con la muerte mutó de forma tan extraña, pero pasó. Para qué me hago pendeja, sí sé. Nunca tomé en serio mi salud mental por varias razones, a veces por miedo a los efectos secundarios de la medicación, pero a veces también porque según yo «mi personalidad» es una de mis más grandes cualidades. A la gente, a mucha (claro que hay gente que piensa que soy una ridícula attention whore que hace cosas culeras y se justifica en que está loca), de verdad que a mucha gente le mama mi personalidad: esa dualidad de anti-heroína, el equilibrio entre valer verga durísimo pero que al mismo tiempo me valga verga literal todo; que presuma ser ojete y lo vea como cualidad, que me guste desatar incendios con mis opiniones. A la gente le mama esa Dahlia que es incendiaria, dada al egoísmo, arrebatada, cantadora de tiros. Y cuando el médico mencionó que con la medicación iba tener emociones normales, dije no, no, ni vergas, porque como le dijo Danielle Rodrice al Tico: lo que tú y yo tenemos es solo personalidad, si caemos gordo, ¿qué más? ¿qué más vamos a tener? Estaba también la parte de que había leído de antipsiquiatría, psicología feminista y análisis basados en Foucault sobre la clínica, la enfermedad y la locura. Entonces yo decía: los medicamentos tienen efectos secundarios de la verga, ya me tuvieron que lavar el estomago una vez, los estabilizadores del estado del ánimo quizás me quiten la parte más encantadora de mi personalidad. Y además la psiquiatría es un régimen patriarcal que quiere meter a las mujeres que se salen de la norma al psiquiátrico, no me van a domar con clonazepam, locas a la calle. Me dejé perseguir por una bola de nieve, fui irresponsable con mi salud mental. Nunca me hice cargo de mí misma por una y mil razones, hasta que la bola de nieve era una avalancha. Nunca intenté suicidarme como tal, pero sí hice una infinidad de cosas muy aterradoras y alarmantes para ponerme en riesgo y enfermarme. Mi familia, amistades y personas con las que convivía en ambientes laborales estaban hasta la verga de mí y de mis crisis. De mis crisis de llanto, de verme moreteada, flaca, ojerosa y sin ilusiones. Convivir con personas que tienen problemas de salud mental es duro. La gente se aburre y con justa razón. Me sentía muy mal, pero esta última crisis también me reveló algo muy importante: a la gente le mama la Dahlia que es incendiaria, que escribe cabrón, que es cínica, pero no la que llora todos los días debajo de la regadera.

Un día se me pasó la mano en mi negligencia y abuso hacia mí misma y me cagué de miedo porque de verdad sí vi a la muerte muy cerquita y decidí pedir ayuda. Fui a mi Unidad de Medicina Familiar y le dije a la médico así tal cual: he tenido la sensación de que el mundo sería un mejor lugar sin mí y he estado haciendo cosas para morirme, claro, excepto tratar de suicidarme. La médico me preguntó si podía ver el daño físico que me estaba haciendo, le mostré y me preguntó: ¿quién viene contigo? Le dije que iba sola, me dijo que me iba mandar a trabajo social porque no me iba ir de la clínica hasta que alguien fuera por mí porque me iba mandar a la Clínica 2, que es la clínica hospital, para que me internaran por riesgo de suicidio. No me dejaron ir hasta que mi madre fue por mí a la clínica. La trabajadora social y la medica le explicaron de forma muy empática mi situación emocional y le dieron la referencia en código rojo para la Clínica 2. En la Clínica 2 no sabían qué hacer conmigo, tienen protocolos para suicidas convencionales: los que toman pastillas o se tratan de ahorcar, pero no para quienes dejan de comer, se golpean a sí mismas hasta dejarse moretones de diez centímetros.

El médico de urgencias quería mandarme al psiquiátrico de Zapopan y la psiquiatra de turno me prediagnosticó con trastorno límite de la personalidad y daba la opción de mandarme a terapia y medicación. Yo no tenía voz en mi propio tratamiento. Mi mamá y mi esposo decidieron que no me internarían porque el Hospital Psiquiátrico está en Zapopan, Jalisco. Firmaron una responsiva, les dieron indicaciones de que quiten los seguros de las puertas de su casa, no la dejen sola ni para bañarse, háganla que coma y me canalizaron al Centro de Salud Mental de Agua Clara.

Agua Clara es el centro de salud mental estatal, está en las periferias y se especializa en tratamiento de uso problemático de sustancias psicoactivas y problemas emocionales. Te cobran basándose en un estudio socioeconómico. Pese a sus limitaciones puedo decir que Agua Clara me salvó la vida. Para empezar por el golpe de realidad: de verdad, de verdad que es muy fuerte ver a las personas que van a atenderse, gente de las periferias de Aguascalientes que vive situaciones de precariedad, falta de acceso a servicios y condiciones de vida muy complejas. Aguascalientes es uno de los estados con la tasa más alta de suicidios. Mi vida tampoco era fácil. Según el estudio socioeconómico tenía la capacidad de pagar veinte pesos la consulta, hacía unas tres horas en traslados. Pero definitivamente era privilegiada respecto a muchas personas que iban a atenderse. También la honestidad del psiquiatra y la psicóloga. Confirmaron el diagnóstico del borderline pero fueron honestos conmigo: nada de que el patriarcado y el capitalismo, nada de que la medicación no me la quiero tomar. Nada de pobre de ti, esto es por una infancia traumática. Fueron claros conmigo: esto es un hospital público, aquí estas consumiendo recursos que otra persona podría necesitar, se necesita compromiso de tu parte, que dejes de tenerte lástima, que dejes de hacerte la víctima y te hagas responsable de ti misma. ¿Cómo se hace eso?, pregunté. La terapeuta me dio una lista de cosas que tenía que hacer diario, sí o sí. No me importa si tienes ganas o no, si puedes o no, si te sientes de la verga o no, llorando, pero las haces. Fue durísimo, varios días me levanté a desayunar llorando y vomité toda la comida. Me daban ataques de pánico cada que tomaba el medicamento, duré jornadas laborales enteras llorando, no podía faltar a trabajar, era indicación de la terapeuta, llorando, pero tenía que sacar mi trabajo. Toqué fondo muchas veces, pero la terapia me dio las herramientas para levantarme. No fue una fórmula mágica. Fue una combinación entre la medicación adecuada para la sintomatología que me interesaba controlar, herramientas conductuales para manejar mis emociones y hacerme cargo de mí misma y círculos de apoyo. Hay a quienes les funciona sentarse en un diván a analizar por horas por qué son cómo son. A mí no me interesa saber por qué soy como soy, me interesa ser funcional. Sé que ser funcional y borderline es un pecado woke. Que lo socialmente aceptado en la crítica antipatriarcal y anticapitalista sería abrazar mi vulnerabilidad, pero a mí abrazar mi vulnerabilidad casi me mata. Y ahora necesito estructuras, necesito saber qué sí y qué no puedo hacer, qué me hace bien y qué no. Y buscar solo mi bienestar. Es una lucha constante y dura. Generar dinero, sí o sí. Levantarme de la cama, tenga ganas o no, si hay compromisos que sacar adelante. Limpiar mi casa como un ejercicio de autocuidado. Tengo pensamientos intrusivos todo el tiempo sobre hacerme daño, todos los días lloro abajo de la regadera, me preocupa mi salud a niveles insanos y la descuido casi que por deporte. Si algo no sale como quiero, pienso inmediatamente que ojalá me muera a la verga. Todavía tengo secuelas medicas de mis conductas del pasado, pero trabajo en tener una relación chida con la comida, con el sueño y con el cuidado personal. Me siento como exitosa y valiendo verga al mismo tiempo, pero ya no veo mi locura como un don, como una cualidad, como una personalidad, como un síntoma de capitalismo y patriarcado. La veo como lo que es: una enfermedad que pone en riesgo mi vida. Mi compromiso político más grande es mantenerme viva. Ya no abrazo mi vulnerabilidad, me acepto enferma y con necesidades especificas para sobrevivir. No me siento culpable por estar sobreviviendo, aunque eso signifique que si no hay nada mejor que hacer: estaré todo el día en TikTok, sacar gente de mi vida, capitalizar todo lo que se tenga que capitalizar y tomar medicamento psiquiátrico.

En 2004 leí el libro Elogio a la locura, de Erasmo de Rotterdam. Es gracioso e impresionante leer los subrayados. Han pasado dieciocho años desde entonces y reencontrarme con una Dahlia bebé que se sentía única y especial por estar bien pinche loca a la verga, fue enternecedor y revelador. Tengo subrayado, por ejemplo: las situaciones humanas impregnadas de locura son las únicas excepciones en el uniforme reino de la hipocresía. Quedé. Y no estoy soportando porque en este momento soy una señora pragmática que funciona con agenda y listas. Cuando vamos a la calle a lo que sea, así sea el cine, llevamos un itinerario y si la actividad no está ahí, simplemente no se hace. Y si se hace, me pongo como jabalí serreño. Ahora me gusta el orden, la estructura, prefiero distancia con la gente que actúa de forma impulsiva, que no controla sus emociones o busca las herramientas para controlarlas. Me convertí en el tío de botas tribaleras, tejana y hebilla ancha que dice: mijo déjese de mamadas y póngase a bailar unos cumbiones bien locos, y me hace bien.