Lecturas

¿Por qué escribir?

Zadie Smith

No te preocupes: conozco la sensación. He estado en muchas conferencias dictadas por escritores. Normalmente, las salas son grandes y con demasiadas corrientes de aire, y las sillas no son tan cómodas como las sillas que tienes en casa; hay una introducción larga (especialmente larga si la conferencia es en Italia), y después un escritor sube al podio, a veces se ve un poco tímido, a veces petulante, pero siempre con la boca pegada al micrófono. El sonido de la reverberación rechina: lo sientes hasta en los huesos. Examinas al escritor. O se ve exactamente como esperabas o no se parece nada a lo que esperabas. Pensar en esto te lleva algunos minutos durante los cuales ya ha empezado la conferencia, te perdiste el título, te perdiste el tema, algunas líneas de un verso extraño se dispersan en el aire... El barco ha zarpado y tú estás de pie, inmóvil sobre la arena de la playa. Te miras las uñas. Levantas la mirada para ver al escritor. Está diciendo algo sobre escribir, sobre cómo la escritura atraviesa fronteras y forma identidades, o ignora fronteras y no tiene identidad. Sostiene un fajo de hojas temblorosas; intentas calcular el grosor, parece largo, ominosamente largo. Te esperan cuarenta y cinco minutos, quizá una hora, sin la posibilidad, siquiera, de una copa de vino o por lo menos de una galleta. «Qué, ¿se extenderán estas líneas hasta el día del juicio final?»

Probablemente, sí. Una «conferencia acerca de escribir» es complicada: es un imán de engaños. De alguna manera es, al mismo tiempo, demasiado general y demasiado limitada y autorreferencial: es probable que al final de la hora nos hayamos convencido de que escribir es más vital para una nación que su producción de alimentos, y de que los escritores mismos son una mezcla de mártir, maestro, político, hombre del pueblo, pastor y santo. En estas ocasiones, cuando soy parte del público, siempre me sorprende lo mucho que los lectores soportan este tipo de cosas. En una era en la que casi ninguna función humana escapa de ser despojada de su importancia, ironizada o denigrada, es extraño que el título de «escritor» aún sea fascinante para tantas personas. ¿A qué se debe? Regresaré a ello más adelante: primero me gustaría, si se me permite, que nos quedemos en mi sala de conferencias arquetípica, con el público moviéndose sutilmente en sus butacas, y con la escritora de manos temblorosas. Normalmente, entre el público hay otros escritores, quizá amigos del conferencista, o colegas que asisten al mismo festival. Se les reconoce de inmediato: nunca levantan la vista. Para ellos, el título fue suficiente. ¿Por qué escribir? ¿Por qué escribir? Lo mejor que pueden hacer es sentarse cómodamente y dejar que el discurso se les resbale —todos esos sentimientos nobles, inspiradores, completamente insoportables—. Mientras los estudiantes escriben cada palabra, los escritores estudian a fondo el diseño del suelo de azulejo, tanto que el patrón se les graba en la memoria. Y cuando se acaba, se van a casa, regresan a sus computadoras donde unos cuantos sentimientos fielmente oscuros (notoriamente ausentes de la conferencia) los esperan al acecho, pacientes como la muerte. Inutilidad. Redundancia. Absurdo. No precisamente desesperación, «desesperación» es exactamente el tipo de palabra que los escritores usan en sus conferencias; al menos conserva un aire de grandilocuencia. Decir: «Cuando me siento frente a la computadora, ¡desespero!», es muy dramático. Creo que decir: «Cuando estoy frente a la computadora me siento inútil», se acerca más a la verdad.

Porque pocas cosas hay, en este año del señor, 2011, que te hagan sentir tan inútil como sentarse a escribir una novela. Miento: sentarse a escribir un poema. El papel del escritor se ha vuelto absurdo. Quizá los lectores no lo hayan notado aún, pero los escritores lo sienten intensamente. Conozco un poeta a quien, si le preguntas a qué se dedica, dice: «abogado», a pesar de no haber ejercido en más de una década. Siente que estar en una habitación de Londres, en el 2011, y decir: «soy poeta», es como decir «soy farolero» o «soy pregonero». Comprendo que haya personas bien intencionadas que hagan énfasis en la universalidad de los festivales literarios, y que los declaren pruebas fehacientes de la continua relevancia de esta figura cultural: «El escritor»; es amable y generoso de su parte. Pero el auge de los festivales literarios solo es una función de nuestro absurdo: cuando ser escritor era una ocupación verdaderamente seria, no había necesidad de que los escritores viajaran por el mundo para hablar sobre «escribir»; ahora que somos absurdos, continuamente tenemos que hablar sobre ser escritores: es la única manera de convencernos de que existimos.

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¡Pobres escritores del siglo veintiuno! Por supuesto que conmiserarse y pensar —sin importar qué sea— que lo que les sucede solo les sucede a ellos, es intrínseco a los escritores de todos los siglos. Al escribir esta conferencia quise preguntarme, con honestidad, si lo que se siente como una verdad es, de hecho, verdadero: ¿Realmente es más difícil escribir ahora que antes? ¿Tenemos alguna razón especial para quejarnos? Sentimos que sí: Melville tuvo muchos problemas con sus editores, pero no tuvo que enfrentar el inminente fin de los derechos de autor; Keats sufrió el escarnio de algunos críticos, pero no tuvo que lidiar con la mitad del internet llamándole jo puta; Emily Brontë tuvo dificultades para encontrar un público, pero no competía con la industria global del entretenimiento audiovisual, cine, televisión, apuestas en línea, iPods, iPads y teléfonos hiperequipados: cargados con distracciones de dos minutos que resumen una vida entera. Seguramente, lo que tenemos hoy es una combinación única de circunstancias creadas para derrotarnos, ¿no? Luego empiezas a investigar un poco, curioseas entre los archivos: y te encuentras de pie en medio de un mar de quejas. Porque los escritores siempre se sienten poco valorados. Siempre añoran una época de oro, mítica, recién pasada, en la que podrían ser grandes escritores o, por lo menos, con algo de grandeza. Pope añoraba los tiempos de Horacio, Henry James añoraba los tiempos de Austen. Los escritores del siglo veintiuno romantizan, inútilmente, el modernismo, que visto desde aquí nos parece un periodo en el que era posible escribir un libro tan revolucionario que, para ser publicado, había que meterlo de contrabando en Francia. Virginia Woolf, quien vivió durante ese extraordinario periodo, también pasó por esta «envidia de época»; en su ensayo «La narrativa moderna» describe a detalle esta falacia circular: «No venimos a escribir mejor; lo único que se puede decir que hacemos es mantenemos en movimiento, ahora un poco en esta dirección, ahora en aquella, pero si el trazo del recorrido completo se observara desde un punto elevado, este tendría una tendencia circular. No es necesario aclarar que no decimos estar, ni por un momento, de pie sobre ese terreno privilegiado. Desde la planicie, entre la muchedumbre, medio cegados por el polvo, volteamos hacia al pasado con envidia, vemos a esos guerreros más felices, su batalla ya ha sido ganada y sus logros revisten un aire de triunfo tan sereno que apenas y podemos abstenemos de susurrar que el combate no fue tan hostil para ellos, como lo es para nosotros».

Viéndolo en retrospectiva, el pasado se ve más fácil porque da la impresión de no suponer esfuerzo; al igual que cualquier obra terminada, adquiere un aura de inevitabilidad. Así, cuando el poeta del siglo veintiuno observa su vida literaria, seguramente encuentra un vertedero de energía mal empleada. ¿Qué hace con su tiempo? Discute con editores intransigentes, es rechazado por revistas, reclama a alguna página en línea el abuso de sus derechos de autor, se engancha en batallas verbales con algún bloguero de poesía que tiene una dirección de IP belga y le dio una mala reseña a su último cuadernillo de poesía, abre una página de Facebook fingiendo ser su propio club de fans, hace lo mismo en Twitter, se dedica a odiar a sus colegas, envidia a poetas superiores, teme a los inferiores, se enoja si un editor le pregunta por su siguiente libro (necesita tiempo: ¡es un artista!) y queda desolado si no le preguntan (claro, él a nadie le importa. Es un hombre en el olvido. ¡Él es absurdo!).

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Por el contrario, qué serenos nos parecen los escritores del pasado, cuán dedicados a su arte, y solo a él. Qué puros se ven, cuán fundamentales para la cultura y qué seguros de sus propios talentos. Parece que nunca se preguntaron: ¿para qué escribir? Escribir les era tan natural como respirar, quizá sea así porque vivieron en un tiempo en el que metáforas como esta no estaban rancias de tanto uso. ¡Cuánta suerte tuvieron ellos! Evidentemente, todo es una ilusión. Existe una hermosa y pragmática refutación en: «Carta para Arbuthnot», un poema de Alexander Pope que hace que la batalla digital más acalorada parezca el berrinche de dos niños peleando en el arenero. Es una carta escrita en verso dirigida al médico y amigo de Pope, John Arbuthnot; el mismo Pope la describía como una «suerte de Declaración de hechos», una feroz respuesta, escrita en verso, a todos aquellos que «…me atacan de manera extraordinaria, no solo a mis Escritos […] sino a mi Persona, a mi Moral y a mi Familia». Escrita por un hombre que en su momento —no lo olvidemos— gozaba de una fama literaria sin precedentes, el poema es un monumento al rencor, una suerte de quejido épico, en el que cualquier poeta del siglo veintiuno puede ver, alegremente, un reflejo de sus propios males. Aquí está Pope quejándose porque, a pesar de ser un escritor exitoso, se le pide leer el trabajo de algunos jóvenes aspirantes a poeta:

Atado y forzado a juzgar, ¡desdichado yo!
Que no puedo callar, ni mentir;
Reír, cuando la falta de excelencia, de gracia,
De seriedad, excede toda voluntad de apariencia

Me siento, con triste gentileza, leo
Con angustia honesta y con dolor de cabeza
Hasta que dejo, en sordos oídos, caer
Este redentor consejo, «Guarda nueve años esta pieza».

Ese era el consejo de Horacio: déjalo nueve años en un cajón, y luego ve si sigue siendo bueno. Pero parece que los jóvenes escritores no se detienen, aunque les digas lo malos que son:

¿Quién avergüenza a un escritorcillo? Destruye la telaraña completa,
Él hilvana de nuevo, con el suave, autocomplaciente hilo [...]
Coronado al centro de su delgado tejido;
¡Orgulloso de la grandeza de su frágil escrito!

En otro momento, Pope emplea uno o dos versos para despotricar en contra del editor que publicó, sin pagarle, su colección de cartas, los críticos cuyos «sufrimientos, lecturas, estudios, son meros pretextos/ y todo lo que quieren es sustancia, gusto e intelecto», y contra periodistas que ridiculizaron los orígenes humildes de su padre («Iletrado, no conoció las sutiles artes de la Razón /Sin más lenguaje, que el lenguaje del corazón»). A los amigos, que no fueron tan solidarios como podrían, también les toca su parte. Pope encuentra que Joseph Addison, su amienemigo y cofundador de The Spectator es el tipo de hombre que «condena con halagos». (La frase, ahora tan coloquial, es de Pope y se usó, por primera vez, en este verso). Mientras tanto, las exigencias de sus seguidores y ávidos lectores, solo le molestan:

Por qué preguntan: ¿qué es lo siguiente que la luz verá?
¡Cielos! ¿Acaso solo nací para escribir?
¿Es que la vida para mí no tiene alegría? O, (siendo solemne),
¿Es que yo no tengo amigos para servir, ni que salvar el alma mía?

En conclusión, cuando revisa el pasado y ve lo que ha sufrido, Pope considera que, a pesar de todo, ha sido noble:

Que no por fama, sino por la Virtud de un mejor fin,
Soportó al furioso Enemigo, al tímido Amigo,
Al Crítico despiadado, el medio elogio del Astuto,
El ataque del alcahuete, o el miedo a ser atacado [...]
Las distantes Amenazas de Venganza en su mente,
El dolor no sentido, la lágrima nunca vertida [...]
La moral mancillada cuando la escritura escapa;
La persona calumniada y la figura dibujada...

Esa «figura dibujada», por cierto, se refiere a las caricaturas que aparecieron del pequeño y deformado cuerpo de Pope en varias publicaciones de Grub Street.2 Tuvo que haber sido doloroso. (Al inicio del poema, Pope escribe un prefacio en el que cita a Cicerón: «Deja que lo que otros dicen de ti sea su preocupación; no importa qué sea, lo dirán de cualquier manera»). Es probable, en cuanto al ego del escritor respecta, que el internet no sea tan distinto al intenso ambiente venenoso del Londres del siglo dieciocho, cuando no podías moverte sin que listillos y pregoneros gritaran desde los techos lo idiota que eras. Entonces, ¿por qué escribir, si el acto es tan próximo a la desdicha? La respuesta de Pope resultará familiar a escritores de todas las épocas. Porque no podía evitarlo, como no podía evitar su joroba, ni su altura:

¿Por qué escribir? ¿Qué pecado para mí desconocido
En la tinta me ha sumido?, ¿El de mis padres, o el mío?
Siendo un niño, aún no esclavo de la fama,
Ya en números3 balbuceaba, eran ellos quienes llegaban,
La musa servía, no como esposa, mas calmante amiga,
Ayudándome a pasar esta larga enfermedad, mi vida.

Es posible que escribir sea una compulsión innata, pero ¿qué hacer, si no te gusta el alboroto que provoca? ¿Dejarla para siempre en el cajón de Horacio? Naturalmente, Pope también tiene una respuesta para esto:

¿Por qué publicar? Granville el educado
Y conociendo a Walsh, me diría lo bien que escribo
El buen Garth se anticiparía en halagos
Y Congreve amada, y Swift que mis versos ha padecido.

Pero: ¿qué es un escritor? Gregor von Rezzori —en cuyo nombre hablo esta tarde— una vez dictó una conferencia con ese título. Él es un ejemplo fascinante del papel del escritor. Así como su narrativa describía la luz menguante de un mundo desaparecido, el imperio Austrohúngaro de su infancia, así también su personalidad como escritor era una burla melancólica que recordaba la grandeza pasada de la vocación, a la vez que aceptaba su inutilidad cómica actual. Tenía una actitud muy diferente a la de su cuasi contemporáneo y héroe literario Vladimir Nabokov, quien, al pedirle que describiera su lugar en el mundo de las letras, contestó: —la vista desde aquí arriba es espléndida… En esencia, Nabokov hacía las veces del escritor genio; en las entrevistas, nunca contestaba una pregunta sin tener sus notas en la mano; de hecho, no hablaba de nada personal, ni externó opiniones fortuitas. Rezzori también tuvo su papel, el del escritor dandy, elegantemente vestido, con un calzado magnífico, agudo, encantador, cortés. Pero la versión de Rezzori era la más humana, la más falible. Claudio Magris, mi antecesor en este papel de conferencista, lo describe perfectamente. Escribe: Rezzori poseía «la melancolía constante de quien habita lo inauténtico y a veces lo expresa». Rezzori se habrá vestido como un gran escritor del siglo pasado, pero se expresaba a sí mismo como un hombre inauténtico del siglo veinte, un hombre sin nación, sin una identidad fija. Un alma escéptica que intimaba con el fracaso. ¿Qué es un escritor? Es alguien afectado por una «multitud de dudas: dudas de sí mismo, de sus talentos, de su comprensión, de su elección entre un tema y otro, de lidiar con ello, y así continuamente». A pesar de que Rezzori reconoce que «hay un extraño halo de prestigio que se queda sobre nosotros los escritores, como si estuviéramos en posesión de algún tipo de hechizo», su naturaleza irónica y el humor ácido que usa para referirse a sí mismo le impiden creer o disfrutar plenamente de su papel: «Aquel que sabe cómo agrupar letras para hacerlas cantar, se encuentra a sí mismo en el papel de hechicero o, mejor aún, en el de una suerte de sacerdote. Y disfruta del prestigio de una suerte de sacerdote. Y tiene que cargar con el lastre del sacerdocio».

Para Rezzori, esta carga es la carga de lo fraudulento. Pienso que esto es lo que lo hace sentir, a veces, más cercano al espíritu de nuestro tiempo que Nabokov. Nabokov es el genio impenetrable, el mago invicto, el que constantemente se reafirma a sí mismo, como él lo dice: «el poder del arte por encima de la basura, el triunfo de la magia sobre el tonto». Interpretado por Nabokov, el escritor es un ser deslumbrante. El escritor, descrito por Rezzori, no puede tomarse tan en serio. Es como el sacerdote que se pone de pie frente a su congregación, lleva a cabo los ritos ancestrales investido por esas almas creyentes, con toda la magia y sacralidad del ritual que realiza; sin embargo, para él, el pan es pan y el vino, vino. Para mí, el momento más emotivo de esa conferencia es cuando Rezzori expresa, con honestidad desoladora, la experiencia de muchos escritores, una sensación de fracaso que Nabokov nunca imaginó, o nunca reconoció. «En el centro de su corazón, quienes han dedicado su vida a escribir saben que, como en cualquier otro arte, tienes que ser de primera. Y si no eres de primera, o estás muy cerca de serlo, eres de segunda. Y cuando te das cuenta de que eres inevitablemente de segunda, se te rompe el corazón». En una entrevista maravillosamente divagante con la revista bomb —sin notas, sin respuestas prefabricadas—, Rezzori se expande para describir su corazón roto, habla con naturalidad sobre su relación con Nabokov: «Cuando colaboré en la traducción de Lolita al alemán, me di cuenta de que nunca podré lograr el oficio, casi medieval, de Nabokov para vincular la ficción con la alusión literaria y así escribir un libro con muchas capas, de las cuales una es una realidad directa y ficticiamente concreta, y detrás está la otra realidad, la realidad literaria de todas las alusiones, todas las relaciones de la literatura con otra literatura. Al mismo tiempo que es desalentador, es desafiante». Para Rezzori, parte de ese reto consistía en encontrar un espacio literario que Nabokov aún no se hubiese apropiado. Lo encontró volteando su mirada hacia adentro: haciendo una obsesiva cartografía de su espacio interior. Aquí está, respondiendo mi pregunta (y citando a Pope):

Rezzori: ¿Por qué escribo? «...¿Qué pecado para mí desconocido/En la tinta me ha sumido?, ¿el de mis padres, o el mío?». Mira, supongo que, de hecho, escribir, lo sepas o no, es un intento por encontrar una identidad. Conocer el secreto del «Yo» que no se puede perder nunca, a pesar de los cambios que experimenta a lo largo de la vida, ese es el tema secreto de cada escritor de ficción, ¿no lo crees?

Revista bomb: ¿La búsqueda de una voz?

Rezzori: La búsqueda de la voz. También la búsqueda del secreto de la transformación, de vivir muchas vidas en una.

Es una respuesta sencilla y honesta. Tiene una escala humana. Aquí, la palabra identidad tiene un uso más sutil del que le damos hoy: no representa naciones o pueblos, ni ideologías o argumentos, apenas se representa a sí misma. ¿Por qué escribir? Para saber si la persona que dijo Yo a los 5 años y la persona que enunció el mismo pronombre a los 35 o 53 o 78 mantienen una relación entre sí, si tienen continuidad, si el Yo persiste. Pope escribe porque es un escritor, porque nació así, balbuceando números. Rezzori es un hombre del siglo xx: escribe porque no está seguro de quién es.

Me gustaría revisar una última conferencia. Se llama «¿Por qué escribo?», de George Orwell. Si el papel de «Escritor» encuentra su clímax con Horacio, desciende con Pope, y es ironizado por Nabokov y Rezzori, con Orwell llega al nivel cero. De él no podemos esperar charlas sobre musas o inspiración, de magia y hechicería, ese es un lenguaje perdido. En su lugar, escuchamos a Orwell hablar de forma llana, con la curiosidad clasificadora de un antropólogo: «Dejando de lado la necesidad de ganarse la vida, pienso que hay cuatro grandes motivos para escribir prosa. Existen, en diferentes grados, en cada escritor y, en cada escritor, las proporciones variarán de tiempo en tiempo, según el entorno en el que esté viviendo». Vale la pena escuchar el primer motivo, mi favorito:

1.- Egoísmo puro. El deseo de parecer listo, estar en boca de todos, ser recordado después de la muerte, desquitarte de los adultos que te menospreciaron cuando eras niño, etc., etc. Pretender que el egoísmo no es un motivo, y uno muy fuerte, es un engaño. Los escritores comparten esta característica con científicos, artistas, políticos, abogados, soldados, hombres de negocios exitosos, en resumen, con toda la corteza superior de la humanidad. La gran masa de seres humanos no es especialmente egoísta. Poco después de los treinta años abandonan, casi por completo, la noción de individualidad y viven, principalmente, para otros o, sencillamente, son asfixiados por la pesadez monótona de sus labores. Pero también está esa minoría de personas, talentosas, determinadas, que han decidido vivir sus vidas al máximo, y los escritores pertenecen a esta clase. He de decir que los escritores serios son mucho más vanidosos y egocéntricos que los periodistas, aunque le den menos importancia al dinero.

Deberían imprimirlo en camisetas y regalarlas en los festivales literarios. Orwell llama al segundo motivo «el entusiasmo estético». Con ello, se refiere tanto a la percepción de la belleza que se observa en el mundo exterior, como a las palabras y su correcta disposición. En su opinión, la motivación estética tiende a ser «muy débil» en muchos escritores, aunque nunca está del todo ausente. El tercer motivo es el «impulso histórico», definido de manera general como: «El deseo de ver las cosas como son, encontrar hechos reales y almacenarlos para su uso en la posteridad». El último es el «propósito político»:

El deseo de encaminar al mundo en una cierta dirección, cambiar la idea que otras personas tienen sobre la sociedad que deberían intentar conseguir. [...] Ningún libro está verdaderamente libre del sesgo político. La opinión de que el arte no debería relacionarse con la política es, en sí, una actitud política.

Lo que me interesa de este sistema de clasificación es saber si sigue o no en pie. Veo un problema inmediato con el número uno: egoísmo puro. No discuto su exactitud en lo que se refiere a los escritores: tan verdadero hoy como en cualquier momento. Pero creo que, si Orwell estuviera vivo, quizá se sorprendería al darse cuenta de que los escritores ya no son la excepción. Esa gran masa de seres humanos que dijo, «abandona(n), casi por completo, la noción de individualidad» después de los treinta años, ha casi desaparecido, por lo menos en el mundo desarrollado. Ahora, todo el mundo está «decidido a vivir su vida al máximo», sin importar su realidad social y económica. Ahora, hasta los trabajos que Orwell hubiera considerado honorables, como la enseñanza o la enfermería, se consideran una pesadez monótona. La búsqueda de la fama y la autorrealización (o más exactamente, la fama a través de la autorrealización), es universal. Considerando que esto es así, no debería sorprendernos que «escribir» se haya convertido en una carrera de fantasía.

No puedo ser la única escritora que haya notado que sus lecturas públicas, cuando las hay, ya no están llenas de lectores. Están llenas de gente que se identifica con esta palabra: escritor. No han venido por haber leído mi libro, o cualquier libro. Están aquí porque soy escritora, y ellos también son escritores. Para ellos, escribir tiene muy poca relación con leer. Se entiende como una identidad, misma que parece ofrecer la irresistible y moderna oportunidad de hacer lo que eres.

En mi opinión, lo que resulta de todo esto es que los escritores ya no pueden aspirar a definirse como «[…] personas talentosas, determinadas, que han decidido vivir sus vidas al máximo». En algún momento fue posible admirar con asombro cómo un solo hombre podía expresarse con honestidad compulsiva a lo largo de una colección de novelas, atreviéndose a escribir lo que nadie tenía el valor de decir. Era posible acusar a un libro, por ejemplo, El mal de Portnoy de ¡atentar contra el tejido moral de los Estados Unidos! Ahora, la internet está abarrotada de mini-Roths, de gente que vive al máximo, y habla de su vida con absoluta franqueza a todo aquél que lo quiera oír. El egoísmo puro era una característica friki que pocos admitían; ahora es casi un derecho humano. ¿Por qué escribir? ¡Porque soy escritor! Bueno, pues lo puedes gritar tan fuerte como quieras, tan alto como Orwell, pero sé consciente de que, como tú, todos lo gritan y tienen exactamente el mismo derecho que tú a usar esa palabra. En respuesta a esta toma masiva de la Bastilla literaria, algunas personas intentan defender sus privilegios apoyándose en la palabra publicado, como en: «Pero ¡si soy un escritor publicado!». Pronto esta distinción se hará obsoleta y, de cualquier manera, el argumento es banal. Se publica a muchos escritores fraudulentos y muchos escritores verdaderos existen en la internet: la dicotomía no se sostendrá por mucho más tiempo.

¿Qué hay del segundo motivo, el motivo estético? En él, encuentro tanto una razón para escribir, como una defensa de la función, especialmente en el sentido de cultivar la atención en la belleza de «las palabras y su correcta disposición». Hay tal practicidad en esa idea, que la hace llamativa; también es una descripción precisa sobre lo que es escribir, lo que entraña realmente el oficio. El micro trabajo de asistir a la belleza y a la precisión de un enunciado es un antídoto sano para las declaraciones, a veces, pseudoespirituales que se hacen sobre el acto de escribir y el hecho de ser escritor.

Es mejor pensarse como un artesano con oficio. Mucha gente sabe cómo armar una silla, entiende los principios básicos de una silla. Pero ¿pueden hacer una silla tan bien trabajada como la tuya? ¿Tan decorativa, tan útil, tan sorprendente en estilo y estructura? En un mundo en el que todos son escritores y todos han sido publicados, escribir debe distinguirse por su pericia, su claridad y su oficio, y los escritores podrán justificar su existencia solo si al hacer su trabajo son capaces de recordarnos los verdaderos alcances del lenguaje. En línea, en la televisión, es fácil olvidar lo que es una correcta, interesante y refrescante frase. Esto podría no parecer un papel noble o importante para el Escritor del siglo xxi —a lo mejor le suena demasiado a pesadez monótona—. Seguramente llegará el punto en donde el hecho de que hayas pasado veinte minutos estructurando una oración y que el colega siguiente se haya tardado diez segundos para escupir una, no haga ninguna diferencia ni en el número de personas que la lee, ni en cuánto le pagan a cada uno, ni siquiera en el impacto que la oración tenga en sus lectores. Ahora, la mayoría de la gente lee tan rápido y con tan poco cuidado, que apenas registran los argumentos de lo que leen, ni qué decir de las novedades de estilo. Para poder seguir escribiendo oraciones como un artesano, tienes que comprometerte con la idea absurda de que ir más lento, tomarte tu tiempo, y escuchar y acudir a tus propias palabras, es algo que todavía vale la pena hacer. Aun cuando la realidad, y todos sus indicadores, te indiquen lo contrario.

Cuando se piensa en estos temas es difícil no caer en el victimismo romántico o en la desesperanza estilizada. ¡Estoy haciendo una silla que nadie quiere! Hasta Phillip Roth, que tiene a más personas sentadas en sus sillas que nadie, ve el futuro cercano con resignación poética:

Creo que será de culto. Pienso que siempre habrá gente que los lea, pero será un pequeño grupo. Creo que serán más que las personas que todavía leen poesía latina, pero estará dentro de esos parámetros... Leer una novela requiere de un cierto grado de concentración, enfoque, devoción por la lectura. Si lees una novela en más de dos semanas, no la habrás leído realmente. Por eso, pienso que es difícil encontrar ese tipo de concentración y enfoque y atención, es difícil encontrar grandes cantidades de personas, números considerables de personas que tengan estas cualidades.

Estoy segura de que tiene razón, pero realmente no puede ayudarnos con esta pregunta: ¿Por qué escribir? Su sensibilidad cae en el juego fácil de la autocompasión de los escritores, misma que, como ya hemos visto, se propaga naturalmente. No, tenemos que asumir algo de responsabilidad. Quizás nuestras sillas no son populares por otras razones, quizá nos parezcan superfluas, innecesarias. Aquí, el tercero y el último de los motivos de Orwell, «el impulso histórico y el propósito político», ofrecen la posibilidad de hacer de la escritura una vida construida sobre cimientos más sólidos. Supongo que es porque ofrecen al escritor la posibilidad de ser útil o, por lo menos, de entrar en un diálogo con el mundo en general y, con ello, contrarrestar esa abrumadora sensación de inutilidad de la que hablaba antes. El deseo de ver las cosas como son. Me parece que esto no es una aspiración menor para el escritor del siglo xxi. Lo ejemplifico con una analogía. Recientemente leí un artículo web sobre el lanzamiento público del acta de nacimiento certificada de Obama. Bromeando, debajo de la frase, Anonymous escribió: «¡Una victoria para la “comunidad que se sustenta en la realidad”!». Espero que Anonymous sea escritor. Todos los escritores deberían ser miembros asiduos y entusiastas de esa comunidad. En este momento, en el que la naturaleza misma de lo que constituye la «evidencia» está siendo cuestionada por aquellos que creen que el escepticismo aislado de la razón es una virtud, es fundamental que cualquiera que se haga llamar Escritor haga un esfuerzo por demostrar en su trabajo que ambas cosas son posibles: a la vez, ser un escéptico y tener conocimientos reales, poder leer entre líneas y, también, leer las líneas. Pero, reitero, y agárrate de tu asiento. Hace poco tuve una discusión con un joven que cree que ningún avión se estrelló nunca contra las Torres Gemelas, y que el gobierno de los Estados Unidos las dinamitó (un pensamiento común en mi orilla del norte de Londres). Al principio, parecía un argumento fácil de ganar: después me di cuenta de a qué me enfrentaba. Él no creía en las imágenes de la televisión («¡Hologramas!») y tampoco creyó en mi larga descripción del trasfondo extraído del libro La torre elevada, del periodista de investigación Lawerence Wright («¿Quién es Lawrence Wright?»). Muy pronto, me encontré mencionando nombres de respetables revistas que él nunca había leído («¿Qué es The New Yorker?») y de académicos y universidades que no le interesaban, y de periodistas que habían entrevistado a Bin Laden para diferentes periódicos que, para él, carecían de significado. El joven agrupaba toda esta evidencia para ordenarla, nítidamente, bajo el apartado «los medios», y la desechó, inmediatamente. Pude ver que me tenía una compasión genuina: «Tú no te crees todo lo que te dicen los medios, ¿o sí?». En lo más fundamental, era impotente ante él. Resulta que la pregunta «¿Por qué creer que un avión derrumbó las Torres Gemelas?», es ontológicamente similar a «¿Por qué creer que eres un escritor?». No se puede responder recurriendo a los canales y custodios que aceptábamos antes: universidades, organismos de noticias, diarios, casas editoriales. El joven expresaba la versión extrema de una pérdida de fe generalizada: ¿Por qué creer en los medios, si distorsionan y engañan con tanta frecuencia? ¿Por qué creer en las universidades si durante siglos han protegido los intereses de una élite diminuta? Resaltar las diferencias entre un periódico y otro, un canal de televisión y otro, entre un político y otro, un académico y otro, un periodista y otro, no hace ninguna diferencia. El tipo de escepticismo que describo es demasiado amplio, no se detiene a analizar las sutilezas que existen entre independiente versus dueño, privado versus público, o siquiera conservador contra liberal. Y no va a funcionar responderle, parándonos en la esquina de una calle, gritando: PORQUE LO DIGO YO. En cierto sentido, tenemos que seguir empezando desde cero. La pérdida de la fe es, sencillamente, enorme. Hemos vuelto a un periodo epistemológico anterior, en el que la gente necesitaba tener un encuentro íntimo con la verdad para poder aceptarla: ver para creer. Podemos desear que sea de otra manera, pero estamos donde estamos. Entonces, Hawái debe buscar y mostrar el acta de nacimiento certificada de Obama y un escritor, a su manera, debe seguir demostrando, de oración en oración, que es parte de la comunidad que se sustenta en la realidad. Ningún rollo sobre tu Maestría en Literatura o tu grado universitario o el tiempo que pasaste viviendo con los monos de Katmandú, podrá convencer a alguien de que puedes escribir, ni de que tienes razones para hacerlo. ¿Por qué escribir? Porque deseas ver las cosas como son. En estos días, un escritor tiene que trabajar arduamente para contrarrestar la masa de realidades fatuas, banales y falsas que se anuncian, incesantemente, a la gente por medio de sus aparatos de televisión y las revistas, sus consolas y IPads. Lo que nos regresa al motivo final de Orwell, el político, porque creo que esa sensación esquiva que un escritor trata de provocar en su lector es inherentemente política:

Sí, así es.

Sí, así es como me sentí.

Sí, es lo que parece.

Sí, así es como funciona.

Cuando realidades pirata-falsificadas nos rodean, el deseo de ver las cosas como son, es, en sí mismo, un acto radical. Es importante aclarar que, ver con claridad no quiere decir ver en singular: por el contrario, son las realidades pirata-falsificadas las que tienden a ser lineales y en singular. Esto es lo que es un terrorista. Esto es lo que es un migrante. Los miembros de la comunidad que se sustenta en la realidad tienen el deber de intentar complicar la narrativa; recrear el mundo en todo su diverso esplendor. Sé que para muchos escritores ingleses y norteamericanos estos argumentos suenan a piedad liberal, un último y desesperado intento por defender una forma decadente y muerta. Pero tan solo tienes que moverte un centímetro más allá del mundo angloparlante para que te recuerden que muchas de las formas que consideramos conservadoras se mantienen vivas para muchas personas y que, el tipo de respuesta se diferencia no en el contenido, sino en el contexto. Hace poco escuché de un novelista británico quien, haciendo una gira de lecturas públicas en escuelas chinas, se quedó sorprendido al ver que los estudiantes abordaban su novela histórica con asombro, porque no podían comprender cómo era que se le permitía escribir su propia versión de la historia. A mí también me ha sorprendido enterarme de los usos extraños e interpretaciones que adquieren artículos cortos e historias mías cuando la gente las comparte en línea, se les añaden significados que yo no hubiese podido planear, son desmantelados y sumados a los escritos de otras personas, utilizados para hablar de lugares y gente e ideas que nunca he conocido o tenido. En este sentido, la web es una gran oportunidad para la gente a la que le importa «recrear el mundo en su complejidad», nos permite acceder a mucho más de ella. Y ofrece un nuevo modelo para la vida del escritor, sugiere nuevos actos de colaboración e interconectividad, nuevas maneras de sacudirnos ese viejo y solitario rol.

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¡Me doy cuenta de que, de alguna manera, he conseguido trazar un círculo y regresar a lo heroico y abstracto otra vez! Como les advertí al principio sobre las conferencias de escritores: son un imán del engaño.

Antes de terminar, aclaro que, cuando me siento a escribir, no espero destruir el monolítico complejo industrial capitalista con mi pluma. Me siento inútil y absurda. Y la única manera en la que puedo contener esas sensaciones es reduciendo mi tarea a su unidad más mínima: esta oración. Escribo para hacer esta oración; para hacerla tan bien como lo pueda lograr, y la siguiente también. Encuentro que ese mantra tan simple es muy reconfortante.

Es un antídoto para la inutilidad. Como lo es el elegante escrito de Gregor von Rezzori sobre el valor de la escritura expresado desde la perspectiva de los lectores: «Ha creado una realidad —la gente se siente conmovida por ella—». Pero, como todos los escritores, es aún mejor demostrándolo que explicándolo. En Flores en la nieve, Rezzori encuentra su mejor expresión cuando crea la realidad, exquisita, de Cassandra, la nana salvaje con su cara de simio y esa trenza gigantesca echada sobre su cabeza; yo encuentro mi mejor momento sentada frente a la computadora, tratando de hacer que una persona imaginaria le hable a otra —no dando conferencias como esta—. ¿Por qué escribir? Para hacer esa oración, para terminar esa página. ¿Acaso el cuidado que tenemos hacia estas oraciones es un capricho estético, el equivalente cultural de hacer el tonto mientras se quema Roma? Nunca he entendido ese argumento. ¿Qué tiene un escritor si no oraciones? Pedirle a un escritor que no preste atención a las oraciones es como decirle a un constructor que no se preocupe por la calidad de sus ladrillos. ¿Por qué escribir? Porque te importa este pequeño asunto de las oraciones: porque piensas que es importante. Y las vas a escribir a tu propio ritmo de caracol, con toda la minuciosidad que escribir merece. No se trata solo de algo relacionado con escribir, en todo el mundo la gente se ha dado cuenta de la naturaleza radical de lo micro, de lo pequeño, de lo lento. De hacer las cosas con tus propias manos. De tomarse el tiempo. De la vida a una escala humana. En un mundo que frecuentemente nos ve solo como productores o como consumidores, estas son algunas maneras en las que podemos reestablecer nuestras capacidades humanas.

Pienso que estamos entrando en un periodo revolucionario de intimidad entre el escritor y el lector. Ninguno de los guardianes o de los custodios habituales que vigilaban esa relación importan ya: para los jóvenes lectores un editor no es garantía de calidad («¿Qué es Random House?»), ni es un agente confiable, ni ninguna de las rutas establecidas de formación y aprendizaje. Solo sabrán que puedes escribir leyéndote, sintiendo cómo resuenan (o no) en su mente, la precisión, la belleza y el poder de tus oraciones. Ese siempre ha sido el caso, por supuesto, pero ahora, mientras que el andamiaje de las editoriales, que sostuvo y apoyó esa relación (y le dio refugio cuando estaba débil), comienza a desmoronarse, esa comunicación humana tan esencial debe hacer todo el trabajo.

¿Por qué escribir? Para expresar la realidad de las capacidades humanas. Sin eso, no puede haber arte ni política. La manera en la que vivimos actualmente está diseñada para animarnos a creer que las únicas capacidades que merecen la pena son aquellas que nos hacen capaces de comprar cosas. Todo lo demás se externaliza, se delega a otros. Otros cultivan nuestra comida y la cocinan, otros hacen la ropa que usamos, y frecuentemente lo hacen en condiciones de las que preferimos no enterarnos. (Delegamos nuestras conciencias a los activistas y fundaciones). Estamos intensamente entretenidos por creativos de la televisión, para no tener que ser creativos, nos alienamos políticamente con nuestra apatía y la sensación —normalmente correcta— de que nuestra clase política es menos poderosa que las entidades corporativas que la financian. Escribir, sin importar lo miserable o absurdo que se sienta, nos permite demostrar el hecho de que aún tenemos habilidades, ideas, y sistemas de comunicarnos que nos pertenecen, que no están relacionados con nuestras tarjetas de crédito ni con nuestra posición social. Hace posible que veamos el propósito de nuestras acciones —por lo menos aquí, en esta página—. La razón por la que muchos todavía quieren decir «¡SOY ESCRITOR!» es porque es uno de los pocos roles simbólicos que quedan en la cultura y que parece dar a la gente lo que la cultura, como un todo, ofrece en teoría, pero que desaparece en la práctica: autodeterminación y autoexpresión. Por supuesto que aquellos que deciden dejar su trabajo de día e intentan hacerlo con seriedad, muy pronto se dan cuenta de que el trabajo de escribir no supone tanta libertad como parece. Y, para aquellos que lo hacen por el prestigio o el poder que creen que obtendrán, la decepción llega aún más rápido. Ni siquiera los escritores exitosos pueden esperar tener una posición de autoridad real en la cultura, ya no. Vales tanto como la página que estás escribiendo, o como la página tuya que alguien acaba de leer. En cualquier caso, en la internet es posible que tu nombre se desprenda de la página y se convierta en simple contenido, flotando por el mundo, accesible para cualquiera, y probablemente considerado —en un futuro no muy lejano— escrito por nadie. (En esto, tengo experiencia personal: en la web, la frase que se me atribuye más frecuentemente, en realidad fue escrita por mi marido). ¿Cómo se les pagará a los escritores? No tengo idea. Quizá cada ciudadano pagará un impuesto cultural. Tal vez los escritores volverán a buscar la protección de un mecenas. Ciertamente la nueva propagación del rol del escritor tendrá que estar acompañada de una renovada humildad. Las novelas que le hablan a sus lectores como un sacerdote a su congregación pertenecen a otra época. ¿A qué sonarán los libros en el futuro? Quizá como una voz que escuchas en un baño público, susurrándote a través de un agujerito del cubículo contiguo. Una escritura que se construye a sí misma a partir de pequeños cimientos, que se siente casera e idiosincrásica, menos como un alarde épico y más una especie de indagación. Tengo esta sensación, ¿y tú? Vi esto, ¿puedo hacerte verlo? Tuve este pensamiento, ¿puedes comprenderlo? Estoy en esta relación hasta la muerte, ¿y tú? Tengo esta relación con la tecnología, ¿y tú? Estoy en esta relación conmigo mismo y en esta relación con el mundo, ¿y tú? Me pregunto si escribir es posible, ¿y tú? Lo que tal vez sea tan solo para decir que la prosa se acercará —de manera espiritual y vocacional— a la condición de la poesía. El rol del gran novelista, del artista que podía verlo todo, es un traje de una época anterior que ocasionalmente usan algunas personas tratando de convencerse de que les queda, con la esperanza de no verse demasiado absurdos. Pero hoy, una sola persona no puede verlo todo, sencillamente hay demasiado para ver. Alguna vez el mundo fue pequeño: pensabas solo en las condiciones de la gente en tu pequeño pueblo y en el de junto. Hoy, el simple acto de cocinar la cena: brócoli de Kenia, patatas de España, ollas de China, todo te obliga a pensar en las condiciones en las que vive la gente de todo el mundo.

Para mí, en este momento, el escritor está en algún lugar por debajo del artista, más cerca del artífice, un artesano competente en su labor cuyas mercancías son relevantes o inútiles en función de la demanda, aunque las hará de cualquier manera, desde alguna absurda necesidad interna, aun cuando una fábrica gigante abra del otro lado del pueblo. He hecho esta silla. ¿Te sentarás en ella? ¿Te subirás en ella y gritarás? ¿La romperás en pedazos para hacer leña? Un artesano puede suponer todas estas cosas. Pero siempre habrá de hacer espacio para la posibilidad —más cómica que trágica— de ser un carpintero excelente, que fabricó una silla superior a la demanda, innecesaria para la economía, que nadie quiere, ni necesita.

Traducción de Tania Palacios
Ilustración de Alejandro Magallanes
  1. La cita original es de Macbeth, acto iv, escena 1, en la que que Macbeth consulta a las Gorgonas después de haber asesinado a Banquo. La frase hace referencia a la visión de Macbeth que ve un desfile «interminable» de fantasmas que ostentan la corona de Banquo. (N. de la T.)
  2. Grub Street fue una calle en Londres conocida porque allí vivían escritores de poca monta y se encontraban algunos periódicos e imprentas. Luego, el término grubstreet empezó a utilizarse para describir a los malos escritores, los periodistas de nota roja y la mala prensa. (N. de la T.)
  3. Por números se refiere a la métrica de sus versos. (N. de la T.)