Supe de la existencia de Dahlia de la Cerda gracias al excelente trabajo que hizo Gabriela Jauregui al incluirla en la antología Tsunami 2 (Sexto Piso, 2020). De inmediato me sentí fascinada por esa voz que resultaba brutal de tan honesta, que ponía en el centro del debate nada menos y nada más que el tan llevado y traído cuarto propio de Virginia Woolf, problematizándolo al calor del concepto de zulo, de Itziar Ziga. Una vez que leí su ensayo, me decidí a seguirla en sus redes (ahora ya no tiene cuenta de Twitter porque le tiraron un hate cabrón, como le sucede a la gente que, como ella, no tiene pelos en la lengua) pero nos seguimos mutuamente en Facebook y por ahí nos hemos comunicado. También escuché sus podcasts Escribe como morra y Morras vs. Fundamentalismos, y por más que quiera mantener la objetividad, la verdad es que me cae muy bien y aunque no coincido con ella en todo, admiro los ovarios que tiene para manifestar sus opiniones; le vale que la cancelen las feministas radicales, por ejemplo.
Un día me animé a escribirle —por primera vez— por dm de Twitter y le dije que me interesaba mucho leer Perras de reserva, que si sabía en dónde lo podía conseguir. En ese entonces solo existía la edición de Tierra Adentro, y era un milagro encontrar un ejemplar impreso. Generosa como es, me mandó el pdf y me lo devoré. Y eso que ODIO, así, con mayúsculas, leer en digital. Quedé todavía más maravillada con su trabajo, porque una cosa es escribir ensayo y otra muy distinta, ficción. A mí, por ejemplo, la ficción se me escurre entre los dedos; tengo dos novelas terminadas y no estoy satisfecha con ninguna, pero Dahlia, que ya me había impresionado con su texto en Tsunami 2, lo volvió a hacer con estos cuentos.
Y hace apenas unos días, cuando anunció en su perfil de Facebook que Sexto Piso iba a publicar Perras de reserva, dije «de aquí soy». Y lo mejor es que esta edición incluye algunos cuentos inéditos, tan buenos como los originales, y todavía mejor (sí, es posible) es que se complementan perfecto, es decir, no parecen pegotes metidos con calzador solo para ofrecer «algo nuevo» a las lectoras (y lectores, que estoy segura que habrá muchos).
La rabiosa honestidad de todas las voces narrativas que protagonizan estos cuentos no puede menos que fascinarme. Desde la muchacha que aborta sola, en su casa, viendo un maratón de Netflix que incluye Legalmente rubia y Casi embarazada; o la hija de un capo del narco que se ha hecho veinte cirugías estéticas en todo el cuerpo, con una inversión de un millón de dólares y que se convertirá en su heredera al frente del cártel; hasta una joven educada en las más altas esferas políticas del país y que a pesar de ello solo aspira a ser primera dama (más Michelle Obama y menos Angela Merkel, dice); o una mujer trans que es asesinada por un cliente; o una trabajadora de una maquila en Ciudad Juárez, a la que violan, torturan y matan entre cuatro, con la complicidad del chofer del autobús de la empresa. Y es que todas estas mujeres jalan parejo, no se rajan, no son culeras. Se atienen a las consecuencias de sus actos hasta el final. Todas pertenecen a la periferia, de uno u otro modo, hasta la hija del narco, discriminada por sus compañeras fresas por ser «naca», o la rubia que se tiñe el pelo castaño, se pone pupilentes color café y usa ropa comprada a artesanas para convertirse en la primera dama más amada de México cuando su esposo se convierta en el Justin Trudeau mexicano, como pretende el partido.
Dahlia de la Cerda tiene la capacidad de hacer creíble (y que empaticemos con ella) a la morra que nomás no se repone de la tristeza y la rabia cuando matan a su mejor amiga a la que dejó irse sola de la fiesta porque quería seguir en el perreo, o a la que busca recetas en internet para abortar y luego va de farmacia en farmacia a ver en cuál le alcanza con sus últimos quinientos pesos para comprar el misoprostol. Con Morras help Morras, la ac que fundó y dirige en Aguascalientes, ciudad en la que nació y vive, Dahlia ha acompañado a muchas mujeres a abortar, mujeres de todas las edades y situaciones económicas. Ella misma abortó y lo dice, no lo esconde.
En una entrevista que le hice me contó que su suegra vivía en una colonia de la periferia de esa ciudad del mocho bajío mexicano, en la que muchas niñas abortan a los doce o trece años. Niñas que se embarazaron de sus novios, niños de la misma edad que ellas. Niñas a las que Dahlia de la Cerda se resiste a ver desde la perspectiva del adultocentrismo, según la cual toda niña embarazada fue víctima de un abuso y el placer no puede existir a esa edad. Y no es que ella crea que el abuso no existe —me aclaró en la misma entrevista—, sino que la realidad en las periferias es mucho menos a blanco y negro y más tendiendo a recorrer toda la escala de grises, que como la queremos ver desde nuestro privilegio.
Eso me gusta de Dahlia y de sus Perras de reserva: algunas podrán ser unas hijas de la chingada pero a todas las mira (y por lo tanto las escribe) de frente, nunca desde la superioridad moral, la compasión o la burla, jamás emite una opinión. Dahlia también es cabrona. Se puede pelear con medio mundo en las redes pero a sus personajas jamás las va a traicionar. Y es que aunque suene medio mamón eso es lo que para mí hace buena a una escritora: contar sus historias, por desgarradoras que sean, sin que se asome el mínimo intento de dejar una moraleja, porque para eso ya nos recetaron en la escuela las fábulas de Esopo.
Hay también una enorme ternura en todas estas personajas. Y ojo, que ternura no se confunda con cursilería: la heredera del cártel exige la cabeza del tipo que mató a Regina, su mejor amiga, y le construye una tumba que es todo un palacio; la chica cuya también mejor amiga es asesinada al salir de la fiesta le sigue enviando mensajes de WhatsApp todos los días, con la esperanza de que de pronto le conteste. No pude evitar pensar en Joan Didion, que se negaba a regalar los zapatos de su esposo muerto, John Gregory Dunne, para que si un día regresaba, tuviera con qué calzarse.
Por si todo lo que he escrito hasta aquí no fuera suficiente, quiero añadir que Dahlia de la Cerda utiliza de la mejor manera la ironía y el más despiadado humor negro en estos relatos. Estas Perras de reserva no solo no se rajan, sino que además tienen la capacidad de reírse de sí mismas. Aún en los momentos más terribles, cuando como lectora sientes que ya no puedes respirar, la voz narrativa sabe cómo sacarnos una sonrisa y hasta una carcajada.
Gracias, Dahlia, también por ello.