Columnas

Desde los zulos

Dahlia de la Cerda

Nunca tuve dinero, pero fui trabajador
todo lo que tengo ha sido goteando sudor
para vengan ahora que no lo hago por amor

Nampa Básico

Construí toda mi personalidad en torno a la sobrevivencia a la precarización, del comprar en la paca por necesidad, y no porque es ecológico o «woke», del reivindicar comer tacos de canasta de cinco por diez pesos, porque no había dinero para comer otra cosa. Del vender en el tianguis con la manta de la marcha del orgullo de lona para el sol. Escribí Perras de reserva y «Feminismo sin cuarto propio» en computadoras baratas, viejas o prestadas. Hoy escribo este texto en una laptop de gama alta y por eso decidí escribir este texto sobre el maldito caballero don dinero.

Mi relación con el dinero siempre ha sido compleja porque «dinero no tengo, pero dios me pone donde hay». Crecí viendo dos realidades: la marginación, la precarización, el chingarle un chingo para salir de jodidos y usar como lema de resistencia «el trabajo dignifica». Sí, ya sé que en ambientes «woke» «el trabajo dignifica» es una frase de «alienados», pero allá afuera —donde sucede el mundo real para un montón de gente que sí experimenta la precariedad y que aprendió de lucha de clases viviendo en los polígonos de la marginación y no a través de la teoría—, trabajar y salir de la miseria es un acto, no solo de sobrevivencia, sino también de rebeldía. Pero también vi muy de cerca la opulencia, el lujo desmedido, no desmedido a lo gente blanca que demuestra su poderío económico viviendo en casas estilo industrial, sino más bien a lo Muñeca Diamante de Rubí. No vengo de una familia materna, que es con la que me he criado, que sean ricos de abolengo o de dinero de toda la vida. Son, en su mayoría mujeres, que han trabajado un montón, la mayoría en trabajos polémicos. Han logrado salir del umbral de la pobreza y muchas de ellas incluso tener acceso a lujos. He convivido de forma cercana y familiar con gente que anda en camionetas chidas, con ropa de marcas caras, viviendo en fraccionamientos vergas y usando maquillajes Chanel, pero al mismo tiempo he visto de cerca el trabajo duro para alimentar a ocho miembros de una familia en un cuarto de cinco por cinco, el uso problemático de sustancias sin otra opción que el anexo y la bendición de dios y el desayunar un bolillo con vinagre. Mi experiencia, es decir lo que podía costear con mis recursos, era más cercano a la experiencia de la marginación que a la opulencia. Crecer entre dos realidades tan distintas y con tantos matices, además viviendo discriminación clasista toda mi vida, así que desarrollé una relación complicada con el dinero. Dice Santa Fe Klan que, si nunca has sido pobre, no querrás ser millonario, y en la misma línea, Luis R. Conriquez, en el corrido «Me metí en el ruedo» dice: «Y miraba gente alivianada con muchos billetes/ Y yo también quería». Quisiera desarrollar teóricamente estas dos frases de canciones de géneros populares y del por qué se han convertido en himnos para un chingo de personas, pero en corto: la precarización no es cool, vivir experiencias de precarización no está chido y disminuye la calidad de vida. Las personas reivindicamos estas experiencias para reapropiarnos del insulto y como estrategias contra el clasismo, pero al chile se siente bien culero no tener dinero, la falta de dinero real, no por postura política. Yo lo viví. Muchas veces tuve que empeñar o vender cosas que necesitaba, como mi computadora, para sacar el mes. Pedir lo más barato de la carta. Quedarme con ganas de un montón de cosas. Aceptar trabajos de mierda para poder pagar la luz y el agua. Pedir fiadas las croquetas de mi gata. Retrasar atención medica urgente porque no tenía dinero para pagar un servicio privado. Mientras que vivía experiencias de precariedad reivindicaba la situación: aquí en el Empeños el Tecolote, que no se raja y siempre me saca de apuros, o presumiendo que escribía líneas argumentales de cuentos mientras esperaba ser atendida en el imss. Me parece fundamental que se diga una y otra vez que la periferia existe porque resiste y que hablemos de nuestras experiencias desde otro lado que no sea el clasismo o la porno-miseria, porque la crítica debe ser contra el Estado que no garantiza que no existan personas viviendo bajo el umbral de la pobreza, y no para quienes resisten a ella. Pero, eso no significa que esté chido comer tacos de cinco por diez pesos porque es para lo único que te alcanza.

De pronto mi situación económica empezó a mejorar. Y esto tuvo que ver en parte, sí con suerte, sí con mucha gente que me dio la mano y sobre todo trabajo o me recomendó para trabajos, pero también con que mandé al diablo ideas que tenía sobre el dinero, el trabajo y cobrar. Sobrevivir a la precariedad, y ser bellaca a pesar de ella, era el único estilo de vida que conocí. Durante años me hice de celulares cada vez más chidos aplicando el comprarlos directamente en el tianguis, muchos sí supongo que «de Roberto», dando mi celular y una «feria a la mano». Pero, además estuve los últimos quince años de mi vida conviviendo con gente, perdón por la pedrada, que presume de tener conciencia de clase al mismo tiempo que presume los lujos que se dan. Que demonizan el dinero, pero constantemente renuncian a sus trabajos por mejores ofertas laborales. Personas que usaban maquillajes que costaban lo que yo ganaba en una semana, pero me decían que era una alienada por querer comprarme una bolsa Gucci. Gente que ama hablar de lucha de clases, precarización, desigualdad, neoliberalismo, abolición del trabajo, pero viven como los que más tienen y critican las formas de sobrevivencia de las que menos tenemos. Y eso me generó culpa. Sentirme culpable por querer vivir de mi trabajo. Un día leí un texto de Andrea Dworkin. Un texto que mi amigui Carlos me hizo el favor de traducirme porque sabe que soy malita con el inglés. Con Andrea tengo diferencias políticas irreconciliables, pero en ese texto habla de su relación con el dinero, se llama Cerda capitalista, y habla de cómo las compañeras feministas la mal pagaban y la criticaron cuando empezó a cobrar lo justo por su trabajo. Dice una frase muy poderosa, que parafraseada es que cada uno sabe lo que necesita en su vida, y ella necesita dinero. Entonces, dije a la verga con «la crítica a la generación de acumulación de capital» y el romantizar la precarización para quedar bien con gente que me habla de lucha social, pero se escama porque en los barrios se casan a los dieciséis. Empecé a cobrar mi trabajo dignamente. Y a no trabajar gratis, salvo excepciones muy puntuales. El cambio fue radical en todos los aspectos de mi vida. Hubo muchos cambios positivos, por ejemplo a nivel salud mental, no porque mi enfermedad mental fuera culpa del capitalismo, sino porque ahora tengo dinero para pagar los tratamientos que necesito y no los que me pueden dar en el imss. Sigo teniendo ansiedad, pero sí hay una diferencia abismal entre tener ansiedad en la precariedad y tener ansiedad en la estabilidad económica. También ha cambiado la forma en cómo me mira la gente, hay tiendas donde los guardias me seguían por los pasillos, ahora que llego muy perra con tenis de marquitas ahí dos tres de que Nike y así ¡ya casi no me siguen! Ahora a veces hasta me dicen: pásele, señorita: ¡qué clase de discriminación es esta! Y desde luego la gente enojada porque me ven en sus espacios de gente blanca, rica. Hay un hilo de tuiter de las caras de gente blanca y rica, enojada porque personas racializadas o que son leídas periféricas están «en sus espacios». Las preguntas han sido muchas: ¿desde dónde me posiciono? ¿Cómo acepto éticamente mi nueva situación económica? ¿Cómo abandono mi personaje de precaria pero bellaca y transito a «las sandalias con blin-blin y el dinero a lo Lil’ Kim»? ¿Cómo me quito el trauma de la precarización que me hace pensar cada vez que compro algo caro que si todo se va a la verga como quiera tengo un chingo de cosas para vender porque los bienes son para alivianar los males? ¿Cómo dejo de sentirme culpable cada vez que quiero comprarme unos tenis Jordan? ¿Cómo se quita la culpa de clase que te deja juntarte con gente con varo que romantiza la precarización? ¿Cómo se sana la herida de clase de querer al mismo tiempo presumir que me está yendo chido para que vean que sí se puede salir de jodida sin sentirme presumida y frívola? ¿Cómo dejo de sentirme culpable por querer largarme de este barrio e irme a vivir a un coto residencial? ¿Cómo lidio con el asco que siento de mí misma por deprimirme por ir a la tienda de la esquina de mi casa y ver que venden mitades de quesos cuando yo antes compraba de esas mitades de queso? ¿Cómo dejo de sentir vergüenza porque me irrita que el señor de la tienda me pregunta que si voy a querer el aguacate porque está a sesenta el kilo? ¿Cómo dejo de sentirme farsante porque no me siento parte de las morras exitosas de tuiter pero tampoco de las que siguen viviendo en la precariedad, pero me sigo identificando más con las que viven en precariedad? ¿Cómo concilio que quiero una camioneta Cayenne con que el mundo me sigue pareciendo injusto sin caer en la culpa burguesa?

Me esta ayudando tener silenciadas las palabras «neoliberal», «capitalismo», «desigualdad», «abolición del trabajo» y todo lo que tenga que ver con críticas al sistema económico desde una perspectiva de las carmelitas descalzas, desde la romantización de la precarización, desde el moralismo, sobre todo si viene de gente de clase media/alta que nunca ha vivido experiencias reales de precarización porque no tienen otra opción. Porque escuchar sus discursos lo único que me trajo fue culpa, fue incapacidad para disfrutar, fueron chaquetas mentales. Y yo no necesito aprender de injusticia económica desde discursos que generan culpa, porque la he experimentado en carne propia. Lo que me está ayudando a sanar mi herida de clase y la culpa que me dejaron los discursos desclasados que se pintan como conciencia de clase es escuchar un chingo de morras que hacen reggaetón y trap que hablan del dinero como una herramienta para sanar, para salirte con la tuya, para vivir más chido, para estar menos triste.

No soy rica y estoy muy lejos de serlo, pero sí, mi situación económica ha mejorado radicalmente y ahora tengo estabilidad y la posibilidad de tener acceso a cosas que jamás pensé que podría costear. Yo pensé, pendejamente, que, si mi situación económica mejoraba, no me haría chaquetas mentales y aceptaría mi situación con gusto y felicidad. Pero ha sido una experiencia en mitad sí satisfactoria porque ahora mi manada de lomitos come croquetas premium, pero también muy dolorosa, porque he descubierto partes de mí que ignoraba. Daniel Bisogno dijo una vez en Ventaneando que el dinero no cambia a la gente, solo la desenmascara, y en esa misma línea Cassu mencionó en una entrevista que para ella el dinero ha sido una posibilidad de salir de lugares donde ya no quería estar. Ahora que si quiero puedo ir a comprar gorditas de chicharrón al tianguis o también tengo la opción de ir a un restaurante de un costo un poco mayor, ahora que puedo elegir entre seguir comprando en la paca o comprar en otros espacios, he tenido muchas reflexiones sobre qué tanto hacemos lo que hacemos, compramos lo que compramos, comemos lo que comemos, porque no nos queda de otra, y qué tanto porque tenemos un deseo genuino por estar en esos espacios. Me ha pasado por ejemplo con el tianguis, antes era mi lugar de trabajo y mi lugar favorito para comprar. Y ahora tengo una relación agridulce y de amor y odio porque cuando pude dejar de trabajar en él me di cuenta de lo romantizado que lo tenía, lo culero que es en muchos aspectos y lo mucho que me hizo el paro para sobrevivir. El dinero, o si quieren que use lenguaje más «progre», «la estabilidad económica», me hizo ver matices que antes no veía. Pero, no solo ha sido a nivel qué comprar, qué comer, dónde comprar o cómo analizar los espacios donde una transita. También ha sido respecto a mis relaciones personales. Durante años conservé «amistades» o relaciones con personas que no me hacían sentir cómoda y lo hice porque son gente que de algún modo u otro tenían el poder para cerrarme o abrirme puertas. Durante mucho tiempo sonreí ante comentarios o bromas o actitudes que no solo me hacían sentir incómoda, sino profundamente violentada o herida. Me reí de chistes pendejos, hice de tripas corazón y me callé. Cuando mi situación económica se estabilizó y tuve la certeza de que difícilmente volveré a vivir precarización, la realidad me cayó de golpe: se pasaron de verga conmigo y yo soy chida, aunque diga que soy culera. Y mandé a la verga a un chingo de personas. No les dije, caile a la verga porque eres deja abajo, porque qué perra hueva el drama de decirles a personas adultas que han sido ojetes para que se den cuenta que han sido ojetes. Pero, he marcado distancia. Y me siento bien. El dinero o la estabilidad económica me dio la posibilidad de abandonar espacios donde ya no quería estar. Mucha gente dice que se me subió o que siempre vi a las personas como medios y no como fines, pero siguiendo la línea discursiva del Fantasma: «Por lo pronto me rodea la misma gente que me dio la mano para sobresalir» y de Los Dos Carnales en su obra maestra «El envidioso»: que si en su momento me brindaron algo estoy agradecido, pero no fue dado bien que me chingaron y no fue en ratitos. Si me usaron de token, ¿por qué se molestan si llegué a ver su amistad como relaciones publicas? La amistad se construye al ras del piso y mis amistades que han estado en las buenas, en las funadas y en las que no he podido ni sostenerme, aquí están conmigo. Constantemente estoy ante la pregunta: ¿el dinero me está desenmascarando o me está sacando de lugares donde ya no quería estar? Pienso que el dinero me dio la posibilidad de salir de espacios donde no quiero estar, y abandonarlos dejando atrás las máscaras.