Esto no es un cuento de verano. Ni es un cuento. Ni es verano, aunque eso diga el calendario. Tampoco es un drama tuitero, aunque en Twitter podría ganar mis corazones y mis retuits y comentarios random de personas random que llevarían a otro lado lo que quise decir. Ni siquiera es una foto, ni hay playa, ni filtros. No es una story. De un post de Facebook no hablamos, no vaya a ser que Google me lo ponga de publicidad en el teléfono mientras escribo esto. Abajo FB.
Lo que sí es, es un arrebato, una posición, un enojo, una ira, unas ganas de despelucar. Un chingatumadrependejo, un pincheculeradamehiciste, veteavolarydéjameenpaz, pero yo no digo groserías, no es mi estilo. Si acaso las pienso, por si un día llegan a necesitarse. También es una queja, un puñetazo fallido, una cara de cómic expresando un Ah, y &%/&/&% con desesperación. Es, por sobre todas las cosas, un plato de sopa caliente. Unos fideos de marca propia, un tomate frito de Tetra Pack y un cubito de caldo de verduras para no ofender a nadie. Ni al pollo que nunca fue pollo, ni a la carne que tampoco fue carne de nadie.
Es aceite en una olla, sin teflón, uno, porque no alcanza para una olla así, pero dos, porque dicen que dan cáncer (es verdad que dicen que al final el teflón te da cáncer). Total, una olla de acero inoxidable que se puede lavar con fibra o zacate. Y un fuego encendido, azul, sin llamita amarilla —porque si un día tú ves amarillo el fuego de la estufa, mejor lo apagas y llamas a alguien. No sé si a la policía, a los bomberos o al plomero, para el caso es que te comunicas con alguien que te ayude a pensar—. Y ese fuego azul que quema, que calienta el aceite y le quita lo denso y que se expande por el fondo de la olla, se tiene que bajar a fuego medio, para que cuando se eche el fideo crudo, no se queme. Nunca que se queme, a menos que sea tortilla y le quieras dar el toque chamuscado. La comida quemada no está bien. Dice mi mamá. Pero en fin, que el fideo doradito, cubiertito de aceite, revolviéndose uno con otro y otro fideo, hasta que se le echa el tomate frito rojo intenso (como ese que nunca da el tomate natural) y se podrá oír un concierto de aplausos que celebran que se está cocinando, mezcla física, —pienso yo— de la temperatura, de la densidad del tomate, del aceite hirviendo, de las ganas de comer. Luego, se apaga ese aplaudidero y se echa agua y el cubito y se tapa con cualquier tapa, y si es con la que vino la olla cuando era nueva, mejor.
Pero no solo es la sopa, sino elactomismodequerercomerlasopa y que luego salgan con eso que cualquier persona diría chingadera, pero que yo voy a escribir como «infortunio». Y por eso es que yo insisto en separar lo del cuento y lo del verano, porque esto puede pasar en cualquier día del año, del mes, de la vida. Un acontecimiento difícil de separar de la ignominia humana pero sin la capacidad para ser poesía. Esto no es poesía. Ni son versos escritos en invierno. Ni el impulso fliosófico, a pesar de que filosofía hay en todos lados. Es el agua hirviendo, agarrando colorcito, descomponiendo la materia sólida del fideo para hacerlo más grande y blandito y esos círculos especiales que se hacen dentro del agua hirviendo que no son más que ventanas que te dejan ver que hay algo ahí dentro bailando. En este caso fideos, pero pueden ser más ingredientes, verduras, jamón en cuadritos, chicharitos o pasta de sémola en otra de sus múltiples formas empaquetadas. Explícalo mejor tú, mamá.
Total que es ese hecho que precede al deseo, el entusiasmo. ¿Cómo no sentirlo si tus ojos mismos pueden ver esa danza del guiso que exhala vaporcito que se mete a tus fosas nasales y provoca en segundos, mini segundos, nano segundos, o algo así como la inmediatez, las tripas? Te provoca las tripas que se retuercen de alegría, de preanticipada alegría. El sentido del olfato como preámbulo, lo leí por ahí. Es entonces, el entusiasmo al acto mismo de desear sacar la cuchara y el tazón para comer, que se vio interrumpido, porque esto que acabo de decir que es infortunio, pero
—que me perdonen mi madre y mi abuela—, tiene que ser llamado como un chingadoagravio —de agraviar, no agrario, ojo—, pero que se siente así, justo así, como si alguien hiciera surcos en tu deseo, en tu entusiasmo, en tus tripas. Como si alguien, con una pala de acero oxidable y madera vieja de la que astilla, intencionalmente —y énfasis aquí, porque la intencionalidad siempre es palabra de sentencias—, in-ten-cio-nal-men-te alguien metiera esa pala e hiciera un hoyo tan profundo como el que hace el saberse rídiculo. Hoyos ridículos, sin forma, sin verdadera profundidad, que nada más están ahí para tropezar. Así. Justo así: un hoyo emocional.
Un plato de sopa caliente que genera hoyo emocional. Eso es lo que yo quiero decir, lo que deseo expresar, lo que pongo de manifiesto para explicar, una vez más y otra vez más y las veces que sean necesarias, que ni siquiera en los actos más rutinarios, mecánicos y cotidianos, una se salva del malora —dígase hermano, dígase papá (y tengan por seguro que lo voy a investigar)—: fue el cabrón que se comió la sopa y que me lo diga aquí, frente a todas las personas que componemos este grupo de WhatsApp.