Era sábado a las nueve de la mañana y yo esperaba con una casa de campaña en el metro La Raza. A la distancia no sé si por esas épocas me aburría mucho o si mi espíritu bucólico era más fuerte que el de ahora y necesitaba más aire puro, naturaleza formidable y cielos azules como mosaicos de talavera. Tal vez una mezcla de ambas. A veces solía ir a un «recorrido» que compraba en algún grupo de Facebook, porque mis amigos de entonces no tenían alma bucólica. «Noche Astronómica en el Bosque de Hidalgo», era el afrodisiaco anuncio de este. Compré una casa de campaña para una persona y un sleeping bag. En el súper no estaba el que era para Frío-Frío, así que compré el de categoría Templado con Viento o algo así, pensando que quizá por ser sleeping bags gringos les vendría guango el trópico de mi país.
En el pasillo/salón/dormitorio/centro de convenciones del metro La Raza también esperaban algunas familias pequeñas (mamá joven en forma, papá entusiasta en bermudas, uno o dos niños cautivos), muchas parejas con ánimo erótico-bucólico y uno o dos grupos de amigas que probablemente habían sido expulsadas de todos los antros de su colonia. Únicamente había otro solitario. Lo malo de los solitarios es que no constituimos un gremio definido dentro de la sociedad. Por decirlo de alguna manera, yo soy un felino medio silvestre acostumbrado a mirar burlonamente el devenir de su ecosistema desde lo alto de un árbol o la entrada de una cueva. En cambio, el excursionista solitario había extraviado a su manada, no sabré nunca si en esta vida o en una anterior. Supongo que pensó que podía conformarse con mi compañía y se sentó junto a mí en el camión. Moreno como yo (quizá un poco más), gordibueno de gimnasio como yo (o un poco más; por entonces yo me encontraba en la caquexia respecto de mi cuerpo de ahora y pesaba cincuenta y cinco kilos) y creo que ingeniero. Digo que creo porque no le paró la boca en todo el camino a la montaña y alcancé a retener pocos datos puntuales de su desmadejado discurso.
Por la salida de la Ciudad de México descarté que quisiera ligar. Creo que más bien pensó que éramos hermanas astrales y que por fin esta vida nos había reunido, porque se negó a seguir el recorrido sin mi absoluta atención. Intenté ver el paisaje y lo impidió. Quise ver el paisaje mientras fingía que leía y tampoco dio resultado. Algunas personas tienen la maravillosa capacidad de no ser conscientes de la impresión que causan. Lo digo en serio, porque así jamás se sienten ofendidos y viven con más entusiasmo. Además, supongo que entonces (febrero de 2017) yo tenía mejores modales que ahora, o era más empática o maternal o menos amargada, porque aunque habló todo el camino hasta atragantarse (en algún momento tomó un tentempié pero no cortó su discurso), decidí no abandonarlo cuando nos bajamos brevemente en un pueblo mágico a «desayunar», o sea, comer tacos. Era un tour bastante familiar y relajado (o silvestre) en el que los antiorganizadores decidieron que no les diéramos guerra al mismo tiempo que conocíamos la gastronomía local de un pueblo del altiplano idéntico a todos los pueblos del altiplano: una iglesia pintada como pastel de quinceañera, unos arquitos con negocios, helados y panes de hojaldre deliciosos, muchos perros con cara de hastío y un solo cajero automático.
Los tacos estaban buenísimos. Es probable que me pusieran de buen humor porque acepté acompañar al ingeniero amigable por «algo que no podía conseguir en el df; a ti también te haría bien ahorita que estás bajando de peso». Me engañó, puesto que terminamos en una tienda donde surtían semillas, azadones y medicinas para animales de granja. Mientras caminábamos hacia allá a paso vivísimo me fue contando por qué estaba enojado con una examiga suya que se había suicidado. Entramos en una discusión bizantina que lo fue sacando de sus casillas. Me fui quedando callada ante tan triste evolución narrativa: habíamos pasado de ser mejores amigas astrales a un triste matrimonio desavenido en quince minutos. Para mí, era obvio que una excursión que empezaba así solo podía terminar peor. «Te espero aquí», le dije, cortante y trompuda (mi forma urbana de emputarme), cuando llegamos a la tienda. Salió en pocos minutos con un ungüento antiinflamatorio muscular para caballos. Supongo que lo miré muy consternada porque se apresuró a decirme que eso era mejor que todas las cremas reductivas del mercado y que era lo único que le marcaba el abdomen. «¡¿Pero no tiene un componente, digamos, no sé, para ANIMALES, o sea, que no haya sido probado en humanos?!», pregunté, para sorpresa de mi yo de ahora, menos preocupada por el prójimo o en nimiedades farmacológicas.
No tuvo tiempo de responderme: nuestro camión pasó acelerando junto a la tienda. Y sí, salimos como los pueblerinos de las películas de la India María, corriendo detrás del camión, desgañitándonos y llenándonos de tierra porque, para que el cliché fuera redondo, la calle no tenía pavimento. El Chico se asomó por una ventana, nos miró, se cagó de la risa y luego le gritó al chofer que se detuviera. Subí al camión y tomé mi mochila del asiento, emputada con mi exsister astral. El Chico (que unas horas antes, y todavía medio pedo/crudo del viernes, se había presentado con este sobrenombre a todos sus compañeros de excursión) me miró entre divertido y bonachón y me ofreció un asiento cerca y una cerveza. (El Chico sacaría de un lugar misterioso durante todo el recorrido cervezas como si se tratara de monedas detrás de tu oreja). Su novia (¿su chica?) resultó bastante simpática. Tras mi peripecia con el ingeniero automedicante, yo estaba decidida a renegar de mi bella soledad y ser adoptada por ellos.
El «bosque» en cuestión (tiene un endiablado nombre que no recuerdo), como muchas de las «cabañas» de la República Mexicana tenía una construcción central que servía como comedor, unas cabañas que los participantes de este experimento social no usamos, una alberca descolorida y tétrica y, en una hondonada, un claro entre pinos donde el frío se nos coló hasta el píloro al caer la noche. Resultó que la mitad de los survivers cargaban tequila o chelas y así algunos intentamos la proeza de usar la alberca. Pero ya a las tres de la tarde el frío y el viento nos sacaron del agua en quince minutos. Cuando fui a comer, el ingeniero tenía reservada una mesa para nosotros: «Te estuve esperando, pero luego luego te metiste a la alberca. Ay, no te me pierdas así que me preocupo». Por lo visto, no iba a ser labor sencilla extraviarme. Aun así, puse en ello todo mi talento. Esconderme cuando no puedo lidiar con algo o no quiero confrontar a alguien ha sido un deporte (muy mexicano, por otro lado) que he practicado durante un par de décadas. Pretexté cualquier cosa y me salí para poner mi casa de campaña sin que él viera dónde la ubicaba. Y la coloqué lo más escondida que pude, lo cual por supuesto jugó en mi contra en la madrugada. Lo más escondida pero junto a mi familia adoptiva: el Chico (altote, fornido, sonrosado y ruidoso), y Karla, su novia. Ellos, por otro lado, no solo levantaban su tienda de campaña sino el tablao para el drama. Ella estaba molesta por algo y no le hablaba; él alternaba entre ser cariñoso y salir de la escena, a falta de puerta para portazo, diciendo alto y fuerte: «Nunca sé que te pasa. Debo ser un tarado», o «¿A poco vas a estar así todo el viaje?», o «¡¡¡Yo solo quiero pasarla bien… y quiero estar bien contigo y que me ames!!!».
Al crepúsculo hubo una conferencia astronómica que degeneró, como los eventos literarios, en sesión de AA. El micrófono fue decomisado en algún punto por un auditorio sensible y expresivo: «Bueno, yo más que preguntas, quiero contarles cómo inició mi interés por la astronomía»; «Pues yo quiero felicitar a los muchachos organizadores; me da mucho gusto que la juventud…». Uno de estos muchachos antiorganizadores logró recuperar el micrófono unos momentos, entre una y otra de las sagradas libaciones que ya observaba debidamente. Dijo una de las pocas cosas astronómicas que recuerdo del viaje: «En caso de que estuviéramos perdidos sin brújula en el bosque, bastaría ubicarnos bajo el cielo astronómico para saber nuestra dirección. Nuestro punto de referencia siempre será la Estrella polar, que es la más fácil de encontrar en el cielo. Primero tomamos en cuenta por dónde se puso el Sol…». Y luego nos enseñó dónde estaba la Estrella polar y nos mostró otras constelaciones. «Es más fácil verlas si nos tendemos en el pasto», dijo, quizá para no hacer quedar mal al montón de parejitas besuconas que ahora que caía la noche retozaban en el suelo. Justo en ese momento, vi caminar desde la puerta del comedor al ingeniero solitario volteando para un lado y para el otro, mirando a lo lejos en una y otra dirección. Mierda, me estaba buscando. Como rayo me acosté bocarriba entre las parejas. Junto a un cerro todavía quedaba un poco del azul cobalto del crepúsculo y ahí, navegando solitaria, estaba Venus (el antiorganizador se paseaba despreocupadamente entre los cuerpos, señalando y nombrando estrellas y constelaciones). Todas las estrellas comenzaron a parpadear con más ahínco, como acariciadas por sus nombres. La Estrella polar sí que se veía bella bella, brillante y como un faro en el norte. Ojalá todo fuera tan fácil, pensé, cuando una está extraviada, como buscar la Estrella polar en el firmamento.
Me quedé un rato acostada bajo las estrellas, viéndolas encenderse conforme el frío avanzaba. Cuando me levanté ya estaba arrepentida de haber hecho el viaje. Para colmo, los telescopios no estaban bien calibrados, así que nadie veía gran cosa a través de ellos. En las cabañas no esperaban para ese día tantas personas, así que la leña era poca. En el claro se hicieron varios corrillos en torno a unos pocos maderos. Nos vimos de lejos el ingeniero y yo, pero él ya había caído en cuenta de que la nuestra no era una amistad sólida. Me dio la espalda. Me sentí culpable, como siempre. Me acerqué a un grupo de estudiantes de ciencias que tenían una botella de tequila y una hoguera pequeña pero bien atizada. Acepté un poco del tequila. En el metro La Raza me había dicho que no iba a beber, por aquello de intentar divertirse sin intermediación del alcohol. Claro, el problema es que el viaje había empezado de la forma menos divertida posible. Me fui aburriendo en la hoguera de los científicos, que pronto entraron en una discusión súper lúcida sobre quiénes son más valiosos en la ciudad: si ellos, los artistas o los profesionales «técnicos», léase médicos, contadores, ingenieros, etcétera. Después como de hora y media, llegaron a la científica conclusión que solo sin ellos la sociedad entraría en shock. Cuando su hoguera se fue consumiendo, me levanté y caminé hacia la luz más brillante.
Tenía varios minutos viendo a muchas personas caminar de regreso de una hoguera grande. Era extraño que huyeran del calor. Pero como no vi ahí al ingeniero, finalmente me levanté y fui hacia allá. Era una de las cosas más raras que he visto en este valle de lágrimas. Las personas, sobre todo mujeres, estaban sentadas en el piso en torno al calor. Como si estuviera en un trono, un tipo estaba despatarrado en una silla de director de cine, hablando. Junto a él había otras dos sillas, una a cada lado. En una estaban sentadas, una encima de la otra, una mujer superseria y una adolescente esmirriada y fea con ganas. En la otra, una chica buenona y sexy estaba semirecostada; a esta el orador le acariciaba las manos y los muslos. «Así, yo digo que es peor ver vomitar que vomitar, porque si vomitas no tienes más remedio que vomitar, pero ver y oler vomitar da más asco…». Diosanto, leer los Diálogos de Platón en la prepa hace daño. Cuando llegaron dos chicas, el tipo les preguntó a quemarropa sus nombres y apellidos, como si hubieran franqueado las puertas de su castillo. (Sigo preguntándome por qué a mí no me preguntó nada). «Bueno, la condición para permanecer en esta hoguera es que respondan una pregunta mía; ojo, puede ser capciosa o incómoda, pero solo es una pregunta». Una de las chicas se rio nerviosa, la otra comenzó un alegato del tipo «¿pero a poco es tu hoguera…?», que fue acallado por el sabio monarca: «A ver, Susy, te voy a decir Susy: imagínate que te ofrecen quince mil pesos por una cosa sencilla: ver a tu hermano hacer el amor, ¿aceptarías? Fíjate bien: dije ver hacer el amor». «Este imbécil», dijo un muchacho a mi lado y se alejó con su novia. Pero a mí no me engañó, no era un imbécil, era el mismísimo señor Hades y las tres extrañas mujeres en su torno (todas con un superpoder: encabronamiento perpetuo, gran fealdad, sensualidad) eran las parcas. ¿O de qué otra forma se había hecho ese sujeto de tres sillas de set de filmación, dos kilos de salchichas, cinco bolsas de bombones y casi toda la leña?
Con todo y el frío, era difícil permanecer ahí mucho tiempo. Si bien el soberano te invitaba de sus bombones y salchichas, oscilaba entre un discurso nauseabundo (lleno de vómitos, incestos y escusados tapados) y otro soporífero de superación personal. A la fecha no tengo una hipótesis acerca de dónde se pudo forjar semejante aparato psíquico. Fui a mi tienda e intenté dormir, pero el frío me clavaba todos los dientes en las rodillas y los tobillos. Además, el Chico y Karla tenían un drama afuera. Ella había huido y él la buscaba a gritos, disculpándose y maldiciendo el viaje a cada tanto. A eso de las cuatro decidí que era absurdo permanecer ahí. Para entonces los telescopios ya estaban calibrados y pude observar, ahora sí en persona, a Júpiter y a Saturno, de color melón y menta, temblando también como si tuvieran frío. Todos hacíamos lo mismo: recorrer las hogueras en busca de un poco de calor y luego volver a los telescopios, tomar un poco de tequila, tiritar y vuelta a lo mismo.
Por la mañana el ingeniero estaba como si nada conmigo. Su resentimiento de la noche se había evaporado, supongo que porque también había pasado por la hoguera de Hades, que no aparecía por ningún lado. Todos hablaban de él con una mezcla de estupor y asco, pero entre risas. Sin embargo, para el desconcierto general, no estaba en el comedor ni deambulaba por el claro (tampoco las parcas). ¿Estarían todavía en sus tiendas? ¿Necesita tienda de campaña un dios ancestral? Nadie lo había visto en el camión de ida ni lo recordaba de la tarde anterior en la alberca. «¿De dónde salió ese cabrón?», era la pregunta constante. Al fin nos subimos al camión. El Chico y Karla estaban otra vez de buen humor y amorosos. Solo yo estaba desvelada y con la impresión de haberme esforzado mucho para sufrir semejante viaje. Me habrá visto muy alicaída el Chico, porque sacó de nueva cuenta de su chistera, una, dos, tres, varias cervezas. El chofer del autobús manejaba como si la muerte fuera una extraña leyenda urbana. Bajaba de la montaña entre pitidos de claxon y gritos de «pendejo», provenientes del carril contrario. Sin embargo, a nadie dentro del camión parecía importarnos: la mitad roncaba y la mitad reía. Solo nos tuvimos que detener una vez, porque a uno de los antiorganizadores le dio la pálida. No recuerdo de qué hablaba con el Chico y Karla en el viaje de regreso, pero me bajé en La Raza de excelente humor y sin haber sido interrogada por el emperador del inframundo. No he vuelto a ver la Estrella polar, pero si para hacerlo tengo que volver al bosque de Hidalgo, prefiero buscarla en los archivos fotográficos de la nasa.