Dossier: 20 años desde el Sexto Piso

Dos décadas inolvidables

Claudina Domingo

¿Qué fue lo primero que leí de Sexto Piso? Recuerdo una edición de los dosmiles de La Mano de la Buena Fortuna, de Goran Petrović. Como muchos autores medio europeos, Petrović comparte con los grandes narradores latinoamericanos la capacidad para crear atmósferas frondosas. Sobre todo atmósferas que son paisajes. (Quizá para el alma a expensas de los imperios, las anécdotas resultan menos importantes que esa amplia región del drama histórico que es el paisaje portentoso en medio de grandes miserias o prohibiciones. A cambio de la libertad: la imaginación desbordada). ¿Qué es lo que más recuerdo? Claro, al lector que poco a poco se aleja de la trama a regiones en blanco que él puede poblar con escenografía y, por tanto, con posibilidad para la historia. Ese lector soy yo, ese lector hemos sido todos los lectores de La Mano de la Buena Fortuna que sentimos una de las emociones más extrañas pero más comunes en nuestro siglo: la codicia de la experiencia, o la codicia por la experiencia o la codicia de experiencia. Vivir más, mil vidas más, en esta carne limitada pero anhelante de otros territorios.

Eso es lo que finalmente nos dan los buenos libros: la posibilidad de reencarnar por dos, tres o cinco horas en otra consciencia. La narrativa, escarnecida y glorificada intensamente, nos permite sentir/pensar/imaginar en otra experiencia. Pero cuando una duda, busca que la mente lúcida del ensayista le permita ver más allá de las impresiones del momento. En una especie de Mátrix literaria, el ensayista es el ambicioso escritor que puede decir más acerca del presente cuando habla del pasado, y más de lo profundo de la existencia cuando narra algo que parece su desayuno pero que no solo es su existencia. Dos libros de ensayo de Sexto Piso me recuerdan esta formidable capacidad reflexiva: El ritual de la serpiente, de Aby Warburg y Apegos feroces, de Vivian Gornick. No pueden ser más distintos el uno del otro: en uno el hombre blanco (blanco de a deveras: es decir, europeo en los albores del siglo xx) va a Nuevo México a ver indios. Se asombra ante el ritual para la lluvia que involucra tratar serpientes de cascabel como si fueran iniciadas de la religión, metérselas en la boca mientras otros hombres rojos cantan para que el cielo llueva; luego este hombre blanco reflexiona: los hombres blancos tienen un piel roja debajo, la serpiente incorporada al viejo cuento de Adán y Eva es la metamorfosis que la cultura hace respecto del pensamiento mágico de que la serpiente es mensajera de los dioses. En otro libro, con mil hectáreas de por medio de los símbolos perpetuos, Gornick cuenta su vida con su madre y cómo mientras crece lo hace contra las ideas que su madre tiene del mundo y de ella. Muda de piel. Muda de casa, de situación social (soltera joven, casada joven, divorciada, casada no tan joven, amiga decana) y un día, mientras escribe frente a su texto, tiene la sensación de que un rectángulo invisible se abre en su cuerpo. Es la famosa «shushuna» de la que hablan los avezados en reiki. Pero esa tarde revela algo más que una ventana new age: a través de ella quien escribe (y observa) se puede observar en su entorno: una mujer no tan blanca (porque es judía y es mujer) vive, experimenta con cierta holgura y privilegio en Nueva York, la Alejandría moderna: ¿qué significa que esta mujer sea yo (el sujeto que escribe) y que solamente sea ella (pensamos mientras leemos)?

Das medio paso a un lado y ya estás en los terrenos de la poesía. Porque lo que no puede inventar la narrativa ni resolver la filosofía, lo condensa la poesía. Los versos tienen un lugar peculiar en el universo: están indefensos, son inofensivos pero cuando son certeros o bellos o suficientemente ingeniosos, dejan en la lona todo lo que puedan escribir narradores y ensayistas. También tengo un libro de Sexto Piso que me fascina. Eso, de Inger Christensen. Es muy probable que fracase al definir la atmósfera, pero llega un momento en que, entre verso y verso, parece que estás en el día anterior al apocalipsis. Lo único que quedan son las palabras y con ello un sujeto poético que parece enjaulado mientras intenta reproducir las formas que tenían los seres y los sucesos sobre el planeta Tierra.

«¡Está denso!», te dices cuando terminas de leer y como para pasarte una esponjita en tus ojitos vírgenes de maldad, buscas un libro de crónicas de exploradores. Una crónica de las de antes, te dices, en la que puedas ver al ingenuo (y envidiable) cronista que en los ayeres descubría que los tapires muerden y que el plátano verde en exceso ocasiona diarrea. A mí me fascina imaginarme en la piel de esos hombres, sobre todo cuando leo libros en los que el observador duda, mientras cronica, pero al final le tumba dos dientes al lugar común bien pensante y te dice que en verdad el Amazonas olía a caca. El cóndor y las vacas, de Christopher Isherwood es un libro de esos. Dice: «Esa es la ironía de los viajes. Habíamos pasado la niñez entera soñando con aquel día mágico en el que cruzaríamos el Ecuador y nuestros ojos divisarían Quito. Luego, en el lento y prosaico transcurso de la vida ese día amanece y no tiene el menor dramatismo; amanece y nosotros estamos adormilados, embotados y hambrientos. El Ecuador siempre está en otro valle, no importa cuál, poco importa».

Yo ni siquiera tenía en «el ecuador» publicar en Sexto Piso; es decir, para mí esos eran anhelos de escritores ambiciosos, en general, de narradores. Hasta hace doce años solo escribía poesía. Admiraba a los narradores, pero pensaba que la vida era larga. Sinceramente, a la fecha no sé qué pensaba hacer con mi vida hace doce años además de dejar de trabajar en la edición de textos. Escribía libros lentamente y además no sabía escribir narrativa. Diego Rabasa leyó un libro mío que es una crónica poética de la Ciudad de México: Tránsito. Cuando me entrevistó para la revista Máspormás me pidió que, en caso de tener un libro de narrativa, se lo diera a leer. Fue entonces cuando tuve «un ecuador». Cuatro años después del ofrecimiento le entregué a Diego Rabasa Las enemigas, un libro de relatos en el que quise hacer un malabar personal: escribir narrativa sin dejar de escribir poesía. Digo, al menos en eso había derivado mi ecuador personal. Después intenté otro trasvestimiento literario: una novela episódica que es una versión oscura o siniestra de Alicia en el País de las Maravillas: La noche en el espejo. Diego y Eduardo Rabasa me acompañaron en la edición de este libro más experimental que el anterior. ¿Cómo crear la sensación de encierro mental al mismo tiempo que el universo y sus paisajes se despliegan como anémonas de la experiencia? A dos años, todavía me recuerdo emocionada al ver la hermosa portada de La noche…, con el cuadro de Brueghel intervenido y el fondo rojo ladrillo bajo mi nombre. Azul cielo, pienso ahora, o anaranjado, de ese color quiero el fondo bajo el título de mi próxima novela.

Identifico los intereses intelectuales de la editorial con la propensión a buscar una constante extranjería; en medio de ella los autores son exploradores del género en que escriben y, sobre todo, de sus márgenes: ensayos que parecen autobiografías, novelas distópicas que no caben en la ciencia ficción. Todas son formas de escribir en medio de la curiosidad y representa la reformulación de una pregunta al infinito: ¿qué es lo nuevo o lo antiguo por imaginar?

Ilustración de PowerPaola