Sus majestades, su alteza, Min Vackra Fru, damas y caballeros.
Agradezco a la Academia Sueca por considerar que mi obra merece este gran honor.
En mi corazón puede caber la duda de que merezca el Premio Nobel por encima de otros hombres de letras a quienes respeto y admiro, pero no tengo dudas del placer y orgullo que me proporciona recibirlo.
Es la costumbre que quien recibe este premio ofrezca comentarios personales o académicos sobre la naturaleza y la dirección de la literatura. Sin embargo, en este momento en particular, creo que sería adecuado considerar los elevados deberes y las responsabilidades de quienes hacen la literatura.
Tal es el prestigio del Premio Nobel y de este sitio donde estoy parado que me siento compelido, no a chillar como agradecido y apologético ratón, sino a rugir como león por el orgullo que me da mi profesión, y en nombre de los grandes y buenos seres humanos que la han practicado a lo largo de los tiempos.
La literatura no fue promulgada por una pálida y emasculada casta sacerdotal crítica, que canta sus letanías en iglesias vacías, ni es tampoco un juego para los elegidos enclaustrados, los mendicantes fanfarrones, quejumbrosos de bajo voltaje.
La literatura es tan antigua como el habla. Surgió a partir de una necesidad humana, y no ha cambiado más que para ser cada vez más necesaria.
Los escaldos, los bardos y los escritores no son únicos y exclusivos. Desde el comienzo de los tiempos sus funciones, sus deberes y sus responsabilidades han sido decretados por nuestra especie.
La humanidad ha estado atravesando por una gris y desolada época de confusión. Mi gran predecesor, William Faulkner, hablando en esta tribuna, se refirió a la misma como una tragedia de miedo universal que databa de tanto tiempo que ya no había conflictos del espíritu, de modo que tan solo el corazón humano en conflicto consigo mismo parecía un tema digno de escritura.
Faulkner, más que la mayoría de los seres humanos, tuvo conciencia de la fortaleza humana, así como de sus debilidades. Sabía que la comprensión y la resolución del miedo son una gran parte de la razón del escritor para sobrevivir.
Esto no es algo nuevo. La ancestral comisión del escritor no ha cambiado. Se le encarga la exposición de varias de nuestras más evidentes fallas y fracasos, el sacar a la luz nuestros sueños oscuros y peligrosos, con el propósito de mejorarlos.
Más aún, se le delega al escritor declarar y celebrar la probada capacidad del ser humano de albergar grandeza de corazón y espíritu, de ser valiente en la derrota, de exhibir valor, compasión y amor.
En la interminable guerra contra la debilidad y la tristeza, estas son las brillantes banderas de la esperanza y la emulación.
Sostengo que un escritor que no crea apasionadamente en la perfectibilidad del hombre no tiene ninguna dedicación ni lugar en la literatura.
El actual miedo universal ha sido el resultado de un avance en nuestro conocimiento y de la manipulación de algunos factores peligrosos en el mundo físico.
Es cierto que otras fases del entendimiento aún no se han puesto a la par de este gran avance, pero no existe razón para pensar que es imposible, o que no se pondrán al corriente. De hecho, es parte de la labor del escritor contribuir a que así sea.
Considerando la larga y orgullosa historia de la humanidad de permanecer firmes en contra de enemigos naturales, en ocasiones a la faz de una derrota casi segura y de la extinción, seríamos cobardes y estúpidos si abandonáramos el terreno en la víspera de nuestra mayor victoria potencial.
Como sería de esperarse, he estado leyendo sobre la vida de Alfred Nobel: era un hombre solitario, dicen los libros, un hombre pensativo. Perfeccionó la liberación de fuerzas explosivas, capaces de bondad creativa o maldad destructiva, pero carentes de elección, no regidas por la conciencia o el juicio.
Nobel atestiguó algunos de los crueles y sangrientos usos dañinos de sus invenciones. Es posible que incluso haya vislumbrado el resultado final de sus investigaciones sobre métodos de destrucción final: el acceso a la violencia máxima. Algunos dicen que se volvió un cínico, pero yo no lo creo así. Creo que procuró inventar un método de control, una válvula de escape. Pienso que la encontró finalmente tan solo en la mente y el espíritu humanos. Para mí, su pensamiento está claramente inscrito en las categorías de estos premios.
Se otorgan al creciente y continuo conocimiento del ser humano y de su mundo: a la comprensión y la comunicación, que son funciones de la literatura. Y se ofrecen como demostraciones de la capacidad para la paz: la máxima de todas las capacidades.
A menos de cincuenta años de su muerte, la puerta de la naturaleza fue abierta y se nos ofreció la temida carga de la elección.
Hemos usurpado muchos de los poderes que alguna vez adscribimos a Dios.
Temerosos y faltos de preparación, hemos asumido el tutelaje sobre la vida y la muerte del mundo entero, de todas las criaturas vivas.
El peligro y la gloria y la elección descansan finalmente en el ser humano. La prueba de su perfectibilidad está a la mano.
Al haber adquirido un poder similar al de Dios, debemos mirar hacia nuestro interior en busca de la responsabilidad y la sabiduría que alguna vez rezamos que alguna deidad pudiera tener.
El propio ser humano se ha convertido en nuestra mayor amenaza, y nuestra única esperanza.
De manera que, hoy en día, pudiéramos parafrasear al apóstol Juan:
En el final está la Palabra, y la Palabra es el Hombre, y la Palabra está con los Hombres.