Lecturas

Elogio de la herejía

Anne Dufourmantelle

Me gustaría hablar de dos grandes figuras que han desaparecido, una de ellas recientemente. Se trata del gran psicoanalista y maestro de hipnosis en Francia, François Roustang. Y la otra, el profesor Jean Delay, que una reciente publicación ha vuelto a colocar al frente. A primera vista, todo los opone; pero, en realidad, los dos defendieron una libertad de pensamiento y de acción que sería útil, en estos tiempos de indigencia psiquiátrica, recordar, y que es urgente reactualizar.

Jean Delay fue psiquiatra, escritor, pero también viajero, observador incansable de su tiempo y un enamorado del País Vasco y de España. Fue miembro de la Academia Francesa y de la Academia de Medicina. Entre otras cosas, descubrió los neurolépticos con su equipo del Hospital Sainte-Anne, y colocó las bases de dos géneros: la psicobiografía, con La juventud de André Gide, y la sociobiografía, con su libro Avant Mémoire. En su espada de académico figura, entre otros símbolos, el dios Janus bifronte, que posee el don de ver el pasado y el porvenir. La editorial Des Cendres tuvo la hermosa idea de publicar de nuevo sus artículos: Un médico frente a su tiempo, así como un libro homenaje, Jean Delay, psiquiatra y escritor (1907-1987). En la lectura absolutamente regocijante de los primeros artículos, en el lugar donde esperábamos una docta elaboración de las ventajas y los inconvenientes de los neurolépticos, nos encontramos con un espíritu libre que habla del lsd y de otras substancias, haciendo el elogio de la exploración mental que permiten (estamos en la época de Michaux, de Jünger y, un poco antes, de Castaneda). Su clarividencia se afirma en aquello que teme: el uso simplemente normativo de los psicotrópicos para reducir al silencio a los pacientes, o para hacerles confesar sus delitos. La época le dio la razón, desafortunadamente. Los neurolépticos son utilizados como camisas de fuerza químicas, reduciendo al silencio todos los asilos. Se usan para atiborrar a una población ya en exceso medicada, para que sus ganas de vivir se queden en el sueño, y también sus dificultades para ser, a las que la sociedad ya no puede responder. También hay bellas páginas sobre el espíritu del tiempo, a veces de una ironía feroz. Es flagrante que ya no existe la posible solidaridad entre poetas, médicos, exploradores, pintores, que muestra estos textos: la especialización es la característica de las sociedades timoratas.

Maria Islas ilustracion sep22

Parece que los grandes psicoanalistas son herejes. En esto, siguen el ejemplo del fundador de la disciplina, porque Freud afinó una práctica y una teoría que contravenía los usos de Austria y del mundo de su tiempo. François Roustang, que acaba de morir, era uno de esos espíritus raros, porque, al mismo tiempo, fue audaz, libre y discreto, y porque inventó la disciplina de su práctica. Es verdad, se apoyó en la hipnosis ancestral, pero el uso que le dio, las teorías y los libros brillantísimos que escribió, están en las antípodas de los catequismos, de las ortodoxias y de las clerecías que caracterizan en lo esencial al mundo «psi» contemporáneo.

Roustang se veía menos como psicoanalista que como terapeuta. Se podría también decir que era, quizá ante todo, un maestro taoísta o un chamán. Desconfiaba de la posición tiránica que confiere la transferencia a aquel que la suscita. Esperaba que cada uno supiese tomar al menos un poco de distancia de sí mismo, lo que excluye a los Narcisos como las víctimas profesionales.

Roustang tenía una pasión por la libertad, por el «riesgo» que representa. Hacía que cada uno tomara cita con su verdad, es decir, en un primer tiempo, el abandono completo y vertiginoso que deja al sujeto perdido, desorientado, para finalmente revelarse. El cuerpo es, a sus ojos, un elemento más crucial que el relato de los pacientes: todo comienza por la forma en la que nos tenemos de pie en la vida. La repetición le parecía la trampa de toda existencia, trampa en la que caen también casi todas las curas, que se eternizan en sus propias narraciones. La queja, según él, es el mal principal del sujeto occidental, mucho más que aquello de lo que se queja en realidad. Describir cómo se sufre toma casi siempre el lugar de la búsqueda de un medio para salir del sufrimiento. Edificaba y no mimaba. En ese aspecto, iba en sentido contrario de las expectativas de la sociedad, que exige protección, es decir, que exige vigilar a sus miembros a través de todos los agentes y todas las instituciones que ha transformado en instancias de control o de neutralización.

Traducción de Ernesto Kavi
Ilustración de María Islas